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domingo, 27 de julio de 2025

LA NOCHE DE LOS TRÍFIDOS

 EL TEMPLO DE LOS PERGAMINOS                                                                                ¡ALERTA DE EXPOILERZ!

                                             Presentado por… el profesor Plot.

 

Saludos, ávidos lectores.

Estamos a 27 de julio, y ya sabéis lo que significa eso… ¿Qué? ¿Qué no lo sabéis? Bueno, pues el 27 de julio es nada más y nada menos que el Día internacional de sacar a pasear tu planta de interior. Fascinante concepto ¿verdad? El que las plantas paseen, quiero decir. Y ¿qué tenemos adecuado para reseñar que trate sobre plantas ambulantes? Pues esta novela, por ejemplo.

Es la continuación de un libro que ya comentamos hace un par de años: El día de los trífidos. Para quienes no lo conozcan o lo tengan algo olvidado, al final de este mismo artículo hay un enlace a la reseña que hicimos sobre él, por si queréis refrescaros la memoria antes de leer la reseña de su continuación.

No sé cómo funciona exactamente eso de que un autor pueda escribir la continuación de un libro que no ha escrito él; imagino que será cosa de las editoriales, que los derechos de la obra pertenezcan al dominio público (lo cual no es el caso, ya que El día de los trífidos se publicó apenas cincuenta años antes que La noche de lo trifidos) o que simplemente el nuevo autor obtenga el permiso del autor anterior para hacerlo.

El caso es que El día de los trífidos fue escrito por John Wyndham, mientras que La noche de los trífidos se la debemos a Simon Clark. Lo primero que hay que decir es que Simon hizo un excelente trabajo, porque la transición del estilo de uno al estilo del otro resulta muy natural. Simon imita el estilo de Wyndham bastante bien, de modo que podemos leer una obra y a continuación la otra, y tener la sensación de que están escritas por la misma persona. Dentro del estilo, el contenido sí cambia: Simon lleva la historia hacia la acción, mientras que para Wyndham la trama era motivo de reflexión. La historia comienza treinta años después del final de la novela anterior.

El protagonista, David, es hijo de Bill, protagonista y narrador de El día de los trífidos. El mundo ha quedado dividido en pequeñas comunidades de ciegos al cuidado de un número aún más reducido de videntes. Sin embargo, la situación empieza a revertirse. Los hijos nacidos de aquellos que fueron afectados por la Gran Ceguera son todos videntes. La ceguera no es hereditaria, por lo que cabe esperar que, tras unas cuantas generaciones, el mundo haya recuperado la normalidad en ese sentido. En un par de siglos como máximo, con el mundo nuevamente poblado por videntes capaces de recuperar toda la tecnología que ahora resulta inutilizable para la mayoría, la situación se habrá restablecido por completo... salvo porque los trífidos, claro

Como uno de los videntes de su comunidad, David tiene asignado un puesto de trabajo especialmente relevante. Su comunidad está instalada en la isla de Wight, cercana a la costa de Inglaterra, pero separada por unos diez kilómetros de mar que los trífidos no pueden cruzar. Al parecer, los trífidos no germinaron en la isla de Wight en grandes cantidades y, por tanto, la comunidad que se formó allí pudo erradicarlos y ha prosperado, pasando de los cerca de cuarenta miembros originales a más de veintiséis mil. Casi todos ellos son personas ciegas traídas desde Inglaterra a la mayor seguridad de la isla, pero también ha habido muchos nacimientos. El trabajo de David consiste en volar entre las islas manteniendo el contacto entre distintas comunidades cercanas. En su último vuelo tuvo un accidente relacionado con una gaviota suicida especialmente atraída por la hélice de la avioneta de pasaje, lo que le obligó a un aterrizaje de emergencia en un pueblecito costero al otro lado de la isla. David es acogido en esa comunidad mientras repara su avioneta.

Al día siguiente, cuando se despierta, sus sentidos empiezan a enviarle señales contradictorias. En un primer momento, siente que ya ha amanecido: oye el trino matinal de los pájaros, a los habitantes del pueblo hablar entre ellos, el sonido de sus pasos y el repiqueteo de sus bastones sobre el pavimento; escucha a los animales de granja salir a pastar fuera de sus establos y todos los sonidos habituales de un pueblo pequeño, donde la electricidad y el combustible son bienes tan preciados que se reservan exclusivamente para tareas vitales como alimentar hospitales, equipos de radio o algunos de los escasos vehículos en buen estado de funcionamiento. Sin embargo, sus ojos le indican que sigue en la más absoluta oscuridad, pues no ve absolutamente nada. Una negrura total lo envuelve todo y es incapaz de distinguir ni siquiera su propia mano extendida frente a él. La conclusión a la que llega es que él también se ha quedado ciego. Que algo, quizá un fenómeno atmosférico, ha reactivado los patógenos que provocaron la ceguera mundial treinta años atrás.

La mayor parte del primer capítulo nos describe su deambular a ciegas por el interior de la casa donde le han hospedado; la narración se extiende para hacernos sentir su misma desesperación, una escena bastante lograda en ese sentido. Finalmente, valiéndose únicamente del tacto y tras una eternidad, David logra encender el hornillo de una estufa de cocina, lo que le proporciona dos cosas: un poco de luz para ver a su alrededor y la seguridad de que él no se ha quedado ciego, sino que la oscuridad es un fenómeno ambiental. La tranquilidad que le brinda este descubrimiento no dura mucho, porque ve el reloj marcando las nueve de la mañana. En esa época del año, el sol debería haber salido al menos tres horas antes; sin embargo, la oscuridad absoluta persiste. El motivo por el que los sonidos le habían parecido los de un día normal es que todos los habitantes de su calle son ciegos y no habían notado el cambio. Para un ciego, la oscuridad total es la norma, no la excepción. Los hombres y mujeres ciegos han seguido con su rutina habitual, que consiste principalmente en labores sencillas de granja y pastoreo. Pero David nota que los sonidos que antes llegaban con normalidad ya no se oyen: el silencio se ha apoderado de todo. Una vez mitigada la oscuridad, se da cuenta de que lo que se ha apagado son los sonidos. Sale a la calle con un quinqué de aceite y ve que está vacía. La única persona que encuentra es un anciano ciego que, tras hablar con él unos minutos de forma confusa, se desploma y muere en sus brazos. Al examinar el cuerpo, David descubre en su mejilla una línea enrojecida e hinchada: la marca distintiva que deja el látigo-cepa venenoso de los trífidos.

A medida que avanza por el pueblo, halla más cadáveres de hombres y animales, todos aparentemente asesinados por trífidos. David no conoce bien el lugar, pues llegó recientemente. En la casi absoluta oscuridad (la luz de su quinqué apenas ilumina unos metros a su alrededor) no es capaz de distinguir si las altas formas que atisba entre las casas son en realidad trífidos inmóviles, esperando a su próxima víctima, o simples árboles comunes. David, temeroso de acercarse a algo que podría ser un inocente castaño o un monstruo vegetal asesino, aguarda sin moverse para no ser percibido en caso de que resulten ser trífidos. Y, efectivamente, pronto descubre que algunos de ellos son trífidos. De algún modo, los dos fenómenos están relacionados: la repentina oscuridad ha espoleado a los trífidos hasta hacerles superar las defensas del poblado que los ha mantenido a salvo desde hace años. Ahora se mueven libremente por las calles, matando a quien encuentran. David nota que el patrón de conducta de los trífidos ha cambiado. Lo usual en ellos es matar animales para echar raíces junto a los cadáveres y alimentarse con los jugos de la licuefacción que se derraman a medida que se pudren, como una especie de abono. Eso ya no ocurre: ahora matan a humanos y animales que encuentran a su alcance, abandonando el cadáver allí donde cae para ir inmediatamente en busca de otra víctima.

David se dirige a una Casa Madre, una especie de guardería atendida por mujeres ciegas. Los trífidos todavía no han llegado a la Casa Madre y la actividad en esta es normal. Los niños videntes han contado a las niñeras ciegas que no pueden ver nada, como si todavía fuera de noche, pero ellas lo han tomado como una exageración o como uno de sus juegos. David organiza lo mejor que puede a las mujeres y a los niños, aguardando la llegada de las brigadas anti trífido. Estas brigadas son un voluntariado de videntes cuya labor consiste en destruir a los trífidos cuando alguno logra colarse entre los cercados. La brigada tarda más de lo normal en organizarse debido a la intensa e inesperada oscuridad, que aún persiste, pero cuando lo hace limpia el pueblecito de trífidos.

Con un vehículo a motor, la brigada lleva a David al otro extremo de la isla, de vuelta a su propia comunidad. Allí, en la pequeña base aérea de Wright, recibe un nuevo aparato: un biplaza de combate con cabina presurizada. Su misión consistirá en elevarse con él por encima de lo que suponen una capa de nubes ultradensa para hacerse una idea más general de lo que está ocurriendo. Le acompaña en la cabina un meteorólogo encargado de tomar fotos y notas de todo lo que observen. El caza se eleva rápidamente, alcanzando los tres mil metros, luego los cinco mil, superando la altura máxima de cualquier tipo de nubes conocidas, y aun así sin salir de esa zona de oscuridad absoluta.

Solo al alcanzar los dieciséis mil metros, el tope al que puede elevarse el caza, vislumbran un resquicio de luz: el sol aparece trémulo, mortecino, como un rescoldo a punto de apagarse entre las cenizas de una hoguera. Sea lo que sea lo que ha provocado la oscuridad, no es una capa de nubes, sino algo que, más allá de la estratosfera, se interpone entre la Tierra y el sol, quizá una densa formación de polvo cósmico. La situación se complica aún más cuando, al descender, descubren que una tormenta que ya había comenzado a formarse al despegar, ha empeorado rápidamente. Además, han perdido la comunicación con la estación de tierra, por lo que carecen de instrucciones para el aterrizaje. Esa falta de referencias visuales y la oscuridad hacen de la maniobra una empresa arriesgada pero necesaria, pues han consumido la mayor parte del combustible en el ascenso y deben gastar lo que queda descendiendo.

Sin instrucciones ni referencias, David pierde por completo el rumbo y termina sobrevolando el mar antes de aterrizar en el primer terreno firme que vislumbra, sin saber si pertenece a una isla o al continente. Él y el meteorólogo descienden de la cabina para explorar el lugar. De entre la negrura absoluta, el látigo-cepa de un trífido emerge y mata al meteorólogo. David se refugia en la cabina y, tras horas de tensa espera, mientras un número creciente de trífidos rodea el aparato, acaba quedándose dormido. Al despertar, percibe que la iluminación ambiental ha aumentado considerablemente. Aunque no es la que corresponde a la hora del día en que se encuentra, es suficiente para ver con relativa claridad. La nube de polvo estelar (o lo que demonios fuera) que se interponía entre el sol y la Tierra ha empezado a disiparse, y todo adquiere un aire anaranjado, lúgubre, casi infernal. A su alrededor, docenas de trífidos envuelven el avión, conscientes de que él está dentro. David confía en que el traje presurizado y el casco de aviador le proporcionen protección suficiente frente a los aguijones de las plantas, por lo que sale de la cabina y corre entre los látigos asesinos, que le azotan en busca de cualquier punto expuesto de su anatomía. Varias veces lo derriban al suelo con la fuerza del impacto, pero ninguno logra penetrar el traje y finalmente consigue dejar atrás la maraña de trífidos.

A la tenue luz rojiza, y tras deambular durante horas, llega a la descorazonadora conclusión de que no está ni en una de las islas ni en el continente, sino varado sobre un Mar de los Sargazos Trífido: una enorme mezcolanza de barcos cuyos tripulantes murieron hace treinta años al perder repentinamente la vista en alta mar, imposibilitando su retorno a puerto. Arrastrados por las corrientes, esos barcos han quedado unidos por una maraña densa de algas fibrosas (probablemente una mutación de trífidos) que ha formado una vasta masa flotante.

Los trífidos se reproducen lanzando al aire millones de esporas que el viento arrastra a grandes distancias. Es posible que algunas de esas esporas cayeran sobre los barcos abandonados y germinaran en los cadáveres. La falta de suelo fértil y la imposibilidad de alimentarse con agua salada debió matar a esas plantas cuando los cuerpos quedaron reducidos a huesos, pero sobre los trífidos muertos germinaron sucesivas generaciones de trífidos que a su vez murieron y se corrompieron, formando un mantillo, como una balsa de algas mutantes. Cuando esa masa fue lo bastante sólida, nuevos trífidos germinaron sobre ella como si fuera tierra firme. La maraña de algas ha servido de refugio a cangrejos marinos y a ratas procedentes de las bodegas de alguno de los barcos varados. Al vivir y morir entre las algas, cangrejos y ratas aportan al suelo nutrientes que permiten a los trífidos alimentarse y que nuevas esporas germinen. David se encuentra literalmente en una balsa de varios kilómetros cuadrados formada por barcos varados y trífidos muertos, sobre la cual deambulan trífidos vivos.

Mientras explora este lugar extraño, iluminado por la luz rojiza que lo convierte en un paraje alienígena, se topa con lo que menos esperaba: una chica de unos quince o dieciséis años, prácticamente desnuda, morena y de piel bronceada, que parece haberse criado sola allí. ¿Cómo llegó hasta ese sitio? Es un enigma. Ella apenas chapurrea palabras como “papá”, “mamá” o “límpiate la cara”. Si eso es todo lo que aprendió de los adultos que la cuidaron, debió quedarse sola siendo aún muy pequeña. La chica salvaje intenta comunicarse repitiendo su limitado vocabulario y ofreciéndole a David cangrejos y ratas muertas, de los cuales parece alimentarse. Ambos tratan de entenderse, pero se distraen con esto y no notan como se les acerca un trífido errante. Cuando ya lo tienen encima, David reacciona sacando su revólver y disparando. Si bien no es posible matar a un trífido a tiros, sí es posible podarlo; volverlo inofensivo seccionando de un balazo su látigo-cepa. Eso no acaba con él, pero lo incapacita temporalmente, mientras éste vuelve a crecer. Los disparos de David, algo que la niña jamás había oído, la asustan. Con consternación, ve cómo la muchacha huye hacia un bosque de trífidos inmóviles, cegada por el pánico. Aunque le grita para que se detenga, ella se interna entre las plantas y David observa cómo estas despliegan sus látigos-cepa. Una docena de estos la golpean antes de que se pierda de vista en la espesura. Conociendo la letalidad del veneno, David no hace el menor esfuerzo por rescatarla. En lugar de eso, regresa a la cabina de su avión y se encierra en ella.

Pasa allí una semana alimentándose de las raciones de emergencia del vehículo y saliendo de tanto en tanto a explorar la isla en cuanto los trífidos alrededor del avión despejan algo. Su situación es miserable, absurda y desesperada, y además se siente culpable por la muerte de la chica, que hasta ese momento, de algún modo, se las había apañado para sobrevivir sola en aquel lugar. Su única posibilidad de abandonar la isla flotante es liberar uno de los yates pequeños de la capa de algas y abrirle paso a través del mantillo, creándole un canal hasta el mar para que sea capaz de navegar libremente. Solo dispone de un cuchillo y el yate probablemente no tenga capacidad de propulsión, pero es el único modo de desvincularse de esa isla y, quizá, con un poco de suerte, llegar hasta alguna costa. Dedica varios días a ello, tratando de no descuidarse, mirando por encima del hombro y corriendo de nuevo a refugiarse en la cabina del avión en cuanto los trífidos se le acercan.

David caza algunos cangrejos para complementar las raciones de emergencia, que se le están acabando, si bien no se decide a probar las ratas. Lo que si hace es derribar algunos trífidos a los que previamente ha podado el látigo-cepa y luego los cuartea con el cuchillo. Uno de los motivos por los que se cultivaron los trífidos originalmente fue que sus hojas eran comestibles y muy nutritivas, si bien su sabor amargo hizo que pronto quedaran relegadas a forraje en lugar de usarse como alimento humano. Pese a ello, David incorpora hojas de trífido a su dieta para complementar con verduras la carne de cangrejo y las raciones deshidratadas. Las hojas de trífido le aportan además algo de agua, ya que su única otra fuente de hidratación es el agua de lluvia. Así se mantiene varios días más, mientras sigue tratando de defoliar lo suficiente el pequeño yate como para hacerse a la mar con él. Esta rutina se mantiene hasta que, en una de las ocasiones en que regresa al avión para refugiarse, encuentra sobre un ala dos ratas gordas, con el cuello roto y cuidadosamente colocadas una junto a la otra, como si se tratara de una ofrenda.

Esto solo puede significar que la chica salvaje sigue con vida; de algún modo, sobrevivió a la docena de látigo-cepa venenosos que la azotaron cuando se internó en el bosque de trífidos inmóviles. Aunque asustada por la presencia de David, que todavía no termina de entender, y por el estruendo ensordecedor de su revólver, parece que intenta reconciliarse con él. La situación cambia cuando, en el horizonte, aparece un gran buque. Sus tripulantes avistan la curiosa isla flotante vegetal y se acercan a examinarla, descubriendo a David y a la salvaje muchacha sin nombre, a quienes rescatan. De hecho, la chica está a punto de quedarse allí, pues continúa escondida. Cuando David intenta convencer al capitán de la existencia de la muchacha, éste lo toma por un náufrago delirante que fantasea con una compañía femenina imaginaria. Afortunadamente, una pasajera llamada Kerris ve a la chica y señala su presencia a todos.

Durante los siguientes días, los miembros de la tripulación y David intercambian información. Él se entera de que son estadounidenses que recorren las costas europeas en busca de comunidades de supervivientes, de cara a intercambios culturales y comerciales. David les habla de su isla, a la que el barco se dirige para devolverlo a su comunidad y, de paso, entablar amistad con ésta. Entonces toma conciencia de lo mucho que se extreman las diferencias en un mundo no globalizado y sin comunicación entre sus pueblos. Le sorprende, por ejemplo, que el barco funcione a vapor y que desconozcan el modo de refinar combustible a partir del aceite de trífido, algo que en Wight se da por sentado. La abundancia y calidad de la comida a bordo lo deja pasmado, pues cada turno de comida es un banquete en lugar de algo frugal y limitado, que es a lo que él está acostumbrado. 

Entre las magníficas comidas, la sensación de seguridad, unas copas de ron de más y la cálida acogida de un grupo de amigos que se forma casi de inmediato en torno a él, David no se da cuenta de que las preguntas que le formulan se centran cada vez más en temas como la capacidad industrial o defensiva de su comunidad. Una mañana, al salir a cubierta y ver la posición del sol, advierte que el barco no se dirige a Wight, sino a Norteamérica. El capitán ha transmitido a sus mandos toda la información que sus tripulantes han ido sonsacando a David, y se ha decidido que se trata de alguien con datos demasiado valiosos para dejarlo marchar. Su estatus pasa de rescatado a invitado forzoso. Resignado a estar en manos de unos captores que, por el momento, siguen mostrándose amables, ve trascurrir el resto del viaje con relativa calma mientras se aleja cada vez más de su hogar.

Durante el tránsito, también descubrimos la identidad de la chica salvaje gracias a una vieja carta que esta ha conservado desde que se quedó sola, con cinco años. Su nombre es Cristina, y la carta la escribió su único familiar vivo, su padre, agonizante y con los trífidos cada vez más cerca, antes de empujarla mar adentro en un bote que las caprichosas corrientes terminaron embarrancando en la isla flotante. Volver a estar rodeada de gente y civilización hace que recupere rápidamente gran parte de los modales y costumbres que le inculcaron de niña, pese a lo cual conserva cierto comportamiento asilvestrado y un vocabulario limitado y casi tarzanesco.

Su puerto de destino es una Nueva York en la que solo Manhattan es habitable, completamente cercada por millones de trífidos que están contenidos en Queens, Nueva Jersey, Brooklyn y El Bronx tras altos muros y fuertes barreras. Salvo por este detalle, Manhattan (cuyo nombre proviene de una palabra indígena que significa lugar de emborracharse) se presenta ante David y Cristina como un lugar vital y próspero, con vehículos movidos por alcohol, luz eléctrica en cada casa, emisiones de televisión, ascensores y restaurantes de lujo. El nivel de vida allí resulta no solo suficiente, sino incluso excesivo para los estándares del mundo tras la Gran Ceguera. Durante varios días recorren la ciudad, y David disfruta especialmente de la atención de Kerris, que pasa de solícita anfitriona a novia con tanta sutileza que él casi no se da cuenta del cambio. Lo que sí advierte con el paso de los días es una serie de detalles cada vez más incómodos, que desinflan las esperanzas que había depositado en esta comunidad. Los negros y los ciegos tienen estatus de ciudadanos de segunda y viven recluidos en un gueto, separados de los blancos videntes por un muro no muy diferente a los que los protegen de los trífidos. La prosperidad de Manhattan y sus excedentes de alimentos se deben al trabajo de los ciegos convertidos en mano de obra esclava, y al de otras comunidades que han sido básicamente sometidas por la fuerza de las armas. La mayoría de los hombres son esterilizados químicamente en la adolescencia, y solo aquellos elegidos por el gobierno de la ciudad tienen el derecho (y la obligación) de reproducirse. Asimismo, la mayoría de las mujeres son medicadas para que todos sus embarazos sean partos múltiples de al menos trillizos, repitiendo esto año tras año. Aquellas bien posicionadas, como Kerris, están exentas de este destino de “parir hasta morir”. Lo que queda de Nueva York se ha convertido en una inmensa fábrica humana que produce gente. El 90 % de su población ronda los veinticinco años, lo que se conoce como “edad militar” por razones evidentes. La urbe se está preparando para una guerra a gran escala, en teoría, contra los trífidos.

David no se siente cómodo con muchas de estas prácticas, pero cada comunidad que ha conocido ha desarrollado leyes propias guiadas por el deseo y la necesidad de sobrevivir a toda costa. Y aunque cuestione los métodos de los neoyorquinos, no puede ignorar sus resultados. Además, el general Fielding, padre de Kerris y gobernador de Nueva York, lo sigue tratando como un invitado de honor y le asegura que, en breve, será devuelto a Wight como parte de una “delegación diplomática” que están preparando para enviar allá. 

Poco después, David es raptado por lo que parece ser un grupo rebelde, que le informa de lo que él, en el fondo, empezaba a sospechar. A Fielding le interesa conquistar Wight para apoderarse de la fórmula del refinado que permite crear combustible a partir del aceite de trífido. Sus vehículos terrestres han sido adaptados para funcionar con alcohol, pero éste ofrece un rendimiento mucho menor y no sirve como combustible para buques o aviones. David también cometió el error de comentar a la tripulación del barco la aparente inmunidad de Cristina al veneno de los trífidos; por eso, Fielding la incluirá en su programa de reproductoras con la intención de que dé a luz a futuros soldados que hereden esa inmunidad. Por si fuera poco, Fielding es, en realidad, el nuevo nombre de Torrence, el protirano al que Bill, el padre de David, se enfrentó en Inglaterra en otra ocasión. Tras ser derrotado y perder uno de sus ojos en el proceso, Torrence huyó y probó suerte de nuevo con sus delirios de formar un imperio propio, esta vez al otro lado del gran charco.

A partir de este punto, para mi gusto, la historia decae bastante. Los trífidos y todo lo relacionado con ellos pasan de golpe a un segundo plano… a un muy segundo plano. En la novela anterior eran tratados también como una amenaza pasiva la mayor parte del tiempo, como algo que estaba allí aguardando su oportunidad. Pero su presencia se sentía en todo momento; su amenaza era patente. En esta ocasión no es así. Siguen apareciendo referencias a los trífidos, como una mutación capaz de vivir bajo el agua salada o una variedad especialmente inteligente que se transmiten unos a otros ideas complejas mediante un código de vibraciones. Pero ya no se los percibe como algo importante, sino como un añadido puesto ahí por compromiso. 

La historia pasa a centrarse en esta resistencia, que se hace llamar los leñadores, a la que David se une. Se detalla su vida entre ellos y sus planes. Tienen algunos enfrentamientos con los soldados de Fielding, y David se ve obligado a pasar una temporada escondido en el gueto de los ciegos. Esta parte muestra las terribles condiciones de vida de los ciegos, entre los cuales hay también muchos videntes expulsados por manifestarse abiertamente contra el gobierno y otros considerados indeseables por diversos motivos. Todo lo que hay al lado correcto del muro es lujo y abundancia mientras que lo que hay en este otro lado es miseria y carencia. A nivel de escritura está muy bien resuelto, pero da la sensación de ser una historia completamente distinta. Por momentos, parece una novela sobre partisanos de la resistencia luchando contra los ejércitos nazis. Es como si hubiesen juntado dos relatos independientes, adaptando los nombres del segundo para que encajaran con los del primero. Aquí nos olvidamos casi por completo de los trífidos, de Cristina y de Kerris, y lo que vemos son los leñadores planificando su ataque para tomar la ciudad.

Cuando los preparativos culminan y los leñadores inician su ofensiva, los trífidos lanzan su propio ataque contra la Nueva York humana. Trífidos mutantes de dieciocho metros de altura, unas cinco veces la talla de uno normal, aparecen deambulando por el centro de la ciudad mientras los trífidos comunes rebasan las barreras que los contenían. En realidad, los leñadores son los responsables de esto. Como táctica de distracción han coordinado la destrucción de las barreras con su ataque a la ciudad, pero el asunto se les ha ido de las manos. No contaban con los trífidos gigantes, una especie desconocida hasta entonces. Los encargados de volar las barreras abrieron también las compuertas de los ríos para dejar pasar a los trífidos acuáticos, pero en lugar de éstos brotaron los trífidos gigantes. Al caos de las calles invadidas por trífidos se une el de los tiroteos entre leñadores y soldados. Los leñadores pretendían que las plantas mantuvieran ocupados a parte de los soldados, que se verían obligados a rechazarlos, pero los monstruos vegetales errantes los han desbordado y ahora atacan por igual a leñadores, soldados y ciudadanos, masacrando a los tres grupos indiscriminadamente.

Tras una tarde y una noche de combates, los trífidos son rechazados y bloqueados de nuevo tras las barreras reparadas, y la batalla se inclina a favor de los soldados de Fielding. Mientras David lucha en uno de los edificios clave se encuentra con Kerris, que ha estado trabajando en secreto a favor de los leñadores, y con Cristina, a la que Kerris se ha encargado de mantener a salvo. Pero los tres, junto con algunos leñadores más, quedan acorralados por tropas enemigas. De madrugada, las fuerzas de Fielding recuperan el control de Manhattan y los sacan a punta de pistola del edificio. El propio Fielding viene a encararse con ellos y va anunciando el destino que aguarda a cada uno: Cristina y Kerris (su propia hija) serán embarazadas cada año y parirán sin cesar para engrosar su ejército; a David lo mantendrá como rehén mientras lo necesite vivo, para obtener información de él o presionar a la comunidad de Wight; y al resto les espera la esclavitud hasta el fin de sus días en las minas de carbón. Todo parece perdido cuando una nueva e inesperada facción se adueña de las calles… los propios neoyorquinos.

Cuando las barreras que contenían a los trífidos (repartidas por los extremos este, oeste y sur de la ciudad) fueron destruidas, la población huyó en masa hacia el norte. El muro norte no tenía como función contener a las plantas, sino separar el gueto de los ciegos de los barrios de videntes. Al ver la avalancha de gente que huía de la ciudad y comprender el motivo por el que lo hacían, los guardias del muro norte abrieron las puertas del gueto para que la gente se refugiase en este de los trífidos. Al entrar, los neoyorquinos descubrieron la realidad de los guetos, sobre la que siempre les habían mentido. Esperaban una zona industrial y residencial aislada por la propia tranquilidad de los ciegos, pero lo que encuentran es la miseria extrema: niños y ancianos desnutridos hasta quedar reducidos a poco más que piel y huesos arrastrando fardos de chatarra, o trabajando como esclavos en fábricas infernales.

Tan pronto como las calles vuelven a ser declaradas seguras tras el combate, los neoyorquinos regresan del otro lado del muro, pero no lo hacen solos: traen con ellos a los ciegos, negros y prisioneros políticos; hombres y mujeres de todos los colores y clases sociales toman ahora la ciudad, unos ciegos de verdad y otros metafóricamente cegados por la ira contra Fielding. Al verlos avanzar todos unidos, policías y soldados dejan caer sus armas, incapaces de disparar contra una multitud en la que distinguen familiares y rostros conocidos. Cuando esta masa irrumpe en el edificio donde han capturado a David, Cristina y Kerris, Fielding ordena a los soldados disparar, pero sus hombres se niegan a hacerlo. Loco de rabia, Fielding empuña él mismo una pistola y apunta a una anciana ciega, pero David lo golpea para impedirle disparar… con tan mala suerte (o buena, según se mire) que la manilla abierta de unas esposas que llevaba a medio colocar se engancha en la cuenca del ojo sano de Fielding y se lo revienta.

El resto, ya os lo podéis imaginar: los leñadores toman el control de la ciudad. David y Kerris se comprometen y regresan a Wight para forjar lazos de verdadera amistad entre ambas comunidades e instalar allí a Cristina. Más tarde vuelven a Nueva York, donde queda mucho por hacer. Abolida la esclavitud de los ciegos y el sistema de reproducción forzada impuestos por Fielding (ahora convertido en un ciego más), la ciudad recupera cierta cordura. La nube de polvo cósmico tarda aún meses en disiparse completamente. Los trífidos siguen mutando en formas cada vez más extrañas y agresivas… y se descubre que la inmunidad de Cristina no es genética, sino adquirida: durante los diez años que vivió en la isla flotante los únicos vegetales que pudo comer fueron las hojas que perdían los trífidos. Esa alimentación prolongada a base de trífidos le otorgó una resistencia cada vez mayor a su veneno, algo que se puede extender a toda la población simplemente añadiendo hojas y tallos de trífido a su dieta habitual, lo que a la larga permitirá recuperar el planeta… salvo que los trífidos muten antes en algo aún peor e imparable.

La novela me parece más ambiciosa que la anterior. Expande el universo creado por Wyndham con los trífidos mutantes y el Mar de los Sargazos Trífido. La parte de la isla flotante, con David atormentándose por haber provocado (o eso cree él) la muerte de la chica salvaje es especialmente buena y me pareció muy bien llevada. Lo mismo digo del inicio, cuando está en el pueblo a oscuras y ve en las calles formas que no es capaz de determinar con certeza si se trata de árboles o trífidos. Por otro lado, mantiene toda la carga de denuncia social que tenía la primera, centrada de nuevo en las desigualdades entre videntes y ciegos, que podemos extrapolar a cualquier otra situación en la que un grupo poblacional tenga privilegios legales sobre otro. El régimen esclavista de Fielding, los guetos de ciegos, la “fábrica humana” donde algunas personas son obligadas a reproducirse hasta la extenuación mientras que a otras se las castra químicamente privándoles del derecho a la descendencia… son todo cosas que invitan mucho a pensar en hasta que punto podríamos estar dispuestos a llegar en una situación apocalíptica con tal de asegurar la supervivencia y prosperidad del conjunto, sin tener en consideración la del individuo. Pero también son cosas que desplazan a los propios trífidos a un papel casi anecdótico. Esa segunda mitad centrada en la lucha de facciones tiene más similitudes con una novela bélica llena de tiros y explosiones que con la angustiosa incertidumbre que provoca la primera parte.

Es una continuación muy digna pero tiene bastante relleno. Hay varias páginas dedicadas a describirnos como David juega al tenis de mesa con la tripulación del barco, por ejemplo. Hay una subtrama con unos indios nativos americanos que aparentemente también son inmunes al veneno de los trífidos y se intenta presentar esto como que se debe a una mezcla de rasgos genéticos superiores y un misticismo en plan “somos hermanos de la Tierra”… para finalmente no quedar en nada, porque lo que ocurre es que llevaban años alimentándose de hojas y tallos de trífido y sacaron su inmunidad de ahí. El personaje de Cristina (que he de decir, es encantadora y divertidísima) parecía que fuera a tener más relevancia, pero tras abandonar la isla se convierte en un adorno que se nos vuelve a mostrar de vez en cuando para que no nos olvidemos de ella. En fin, una experiencia de lectura irregular pero que ha valido la pena. Además no es dependiente de la primera novela, ya que aunque toma elementos de ella los conceptos necesarios se explican lo suficiente como para no necesitar el haberla leído para entender plenamente esta otra.

Puedes darle un vistazo a nuestra reseña de El día de los trífidos pulsando aquí.      

The Night of the Triffids. 2001. Simon Clark. Publicado en 2004 por Ediciones Minotauro.

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