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martes, 18 de septiembre de 2018

AVATAR

JUNTO A LA FOGATA

Antes que nada, aclarar que este relato no es un fanfic de Avatar
Lo escribí en 2002, cinco o seis años antes de la película Avatar, y no tiene nada que ver con ella. 
El termino Avatar está usado aquí en su verdadero significado, es decir, una persona que es poseída por la voluntad de un dios, que de este modo actúa en la Tierra a través de un cuerpo prestado, que puede llegar a manifestar parte de los poderes asociados a ese dios. 
Es un relato antiguo y un tanto ingenuo. Sed tolerantes con él ^_^

Casi todos han muerto ya. Pronto me tocará a mí.

Ese infernal monstruo mecánico está yendo de un compartimiento a otro, electrocutando a todo ser viviente que encuentra. Bien nos la jugó ese perro de Weirdman. Su maldito súper robot echa abajo las compuertas blindadas como si fueran paredes de papel de arroz.

No hay forma de pararlo. Hemos probado con pistolas, con granadas, y con algunas bombas incendiarias rudimentarias que confeccionamos a toda prisa…  y nada. He visto incluso a alguien golpearlo con una palanca de hierro. Ridículo.
Pero no tenemos nada más.

Abajo en los almacenes tenemos, o eso creo recordar, media docena de afustes anticarro de disparo único.
Pero no podemos llegar hasta ellos porque eso implicaría cruzarnos con la máquina de Weirdman en los corredores, y su puntería es infalible.
Por otra parte, no creo que lográramos ni rayarlo.
Quizá con una de sus propias armas eléctricas… pero no creo que esté dispuesto a prestárnoslas ¿verdad?
No. No lo creo.

Me pregunto si estará ocurriendo lo mismo en el resto de refugios. Desde que el gobierno aprobó el proyecto de Weirdman, todos los refugios antiatómicos como este cuentan con uno de sus androides como equipamiento estándar.
¡Ja! ¡Menudo tipo, Weirdman! ¡Que bien que nos la jugó el muy cabrón!

Si. Seguramente está ocurriendo lo mismo en todos los refugios.
Espero que tengan más suerte que nosotros. Que dispongan de… no sé… de algún medio para destruirlos. Pero los androides de Weirdman, al menos éste, no parecen ser vulnerables a nada. Weirdman los diseño bien, a prueba de fallos, como todo lo que hacía.
En una ocasión echó de su equipo de trabajo a uno de los técnicos en cibernética mas cualificados del mundo… ¿Cómo se llamaba? No lo recuerdo. Pero no lo echó porque hiciera mal su trabajo, porque equivocara algún cálculo, o fallara una estadística. No… lo echó porque lo vio corregir una palabra que había escrito mal en un crucigrama durante sus horas de descanso.
Una palabra mal. En un crucigrama.
Porque no toleraba los errores.
Era uno de los mejores en su campo. Quizá por debajo únicamente del propio Weirdman. Y lo echó sin pensárselo. Weirdman estaba considerado como la mayor mente humana que jamás había existido. Inteligente hasta lo irreal. Prácticamente todo el proyecto de los refugios dependía de él. Y con la inminencia de la guerra, y la certeza que nadie sobreviviría a ella sin su trabajo, le bastaba chasquear los dedos para que el Presidente se arrodillara a lamer sus escupitajos. 
Quizá estaba loco. Quizá era maniático, paranoico, o se había endiosado. Defectos comunes a las grandes mentes. La cordura como precio a la genialidad. Sucede a menudo.

Y, sin embargo, el día que los misiles fueron lanzados, el refugio que tenia asignado lo dio por falto en el recuento. Se suponía que llevaba ya meses recluido allí. Que incluso se había dado instrucciones en secreto a los guardias de impedirle abandonarlo, se pusiera como se pusiera. Pero él debía saberlo, y debía tener prevista una forma de salir a pesar de los guardias, la vigilancia electrónica, las compuertas selladas, y los kilómetros de túneles. Era Weirdman, al fin y al cabo.
Si tenia planeado salir, nadie en el mundo podía hacer nada al respecto que él no fuera a su vez capaz de prever, estudiar y contrarrestar.
Así que, de algún modo, mientras las bombas empezaban a caer, él abandonó nadie sabe como un refugio sellado a cal y canto y le dio la bienvenida a la ola de destrucción con los brazos abiertos 

Desde que comenzó la Tercera Guerra estuvimos esperando este momento, el día de la activación de su androide.  Ha permanecido inactivo hasta hace poco más de una hora.  Su cerebro electrónico estaba conectado a los ordenadores de la base, aprendiendo de ellos. El doctor Weirdman vaticinaba en sus informes que los propios ordenadores los programarían y activarían llegado el momento.

Durante dos semanas hemos sufrido lo indecible en estos subterráneos perfectamente asépticos y seguros, con miles de toneladas de alimentos almacenados y sin nada más que hacer que comer, dormir, y mantener los ojos pegados a las pantallas desde las que nos llega información vía satélite sobre la completa extinción de toda la vida del planeta.

Einstein decía que no sabía con que armas se libraría la tercera Guerra Mundial, pero que la cuarta sería a base de palos y piedras. Una previsión demasiado optimista, me temo. Einstein no podía ni imaginar la escala a la se llevaría a cabo esta guerra.
Porque a la cantidad y tipo de las armas empleadas en la contienda hay que añadir el efecto multiplicador provocado por el estallido de las centrales nucleares, objetivos prioritarios de los bombardeos. La lluvia ácida y las nubes radioactivas han llegado a cada rincón del mundo gracias al patrón de dispersión de los vientos. La ola de calor atómico ha acabado de consumir lo que quedaba de la capa de ozono, y derretir los polos, y otro treinta por ciento de los continentes ha quedado sumergido bajo un mar hirviente y venenoso. De lo que queda en la superficie, ninguna estructura artificial de más de un metro de altura sigue en pie. Solo quedan ruinas incendiadas y aplastadas.  El propio suelo está irradiado, tan saturado de uranio, cadmio, bario y otros elementos pesados, que nada crecerán en él en los próximos cien mil años, década más o menos. 
Tal como Weirdman predijo. Y como siempre, sus previsiones se van cumpliendo infaliblemente.
Y esto sin contar con el invierno atómico, que aún está por llegar, y que cubrirá el mundo de un manto de nieve negra y cancerígena e impedirá que la luz del sol llegue hasta nosotros, al menos, y en el mejor de los casos, durante tres siglos.
Pero esas son las consecuencias de una guerra nuclear a escala mundial, y hace mucho que lo sabemos: una reacción en cadena sin fin, un bucle eterno de calamidades en el que cada catástrofe provocará a continuación otra mayor, hasta que el propio planeta no aguante más y comience a deshacerse, desprendiendo trozos de la corteza en cada rotación.

No sólo por estadística o porque así lo indiquen los satélites, sino que… por pura lógica… no puede quedar ya ni un solo soplo de vida en la Tierra. Tan solo nuestros compatriotas se han salvado en refugios como el nuestro. Es decir, la minúscula fracción de la población que disponía de refugios adecuados.

Cuando creamos las Excavadoras, armas capaces de abrirse paso entre cientos de metros de piedra, acero y hormigón antes de estallar, pensé “Muy bien, por mucho que esos cerdos se escondan en sus refugios de mierda, en sus países de mierda, recibirán su buena ración de átomos igualmente”.  El saber que, si llegábamos a esta situación, nuestros enemigos serían exterminados, aunque contaran también con refugios como los nuestros siempre me tranquilizó de algún modo. Que gran error.

Ojalá no las hayamos llegado a utilizar. Ojalá que nuestros enemigos estén todavía vivos… Dios santo… ¡Ojalá quede alguien, quien sea, vivo en el mundo después de hoy!  Porque mucho me temo que todos los que, como nosotros, están encerrados en un refugio con uno de los androides de Weirdman, tienen las horas contadas.

Ya oigo sus pasos. El crujiente chisporroteo de sus disparos resuena como una larga carcajada triunfal, pero también como un llanto desesperado.  Es la alegría de su creador por ver su gran obra en funcionamiento, y la amargura que siente por todo lo que ello implica. El gran doctor Weirdman, el genio que ni cometía ni toleraba los errores, que planificó y supervisó personalmente todo el proceso. ¡El gran doctor Weirdman! ¡El responsable de poner un androide en cada refugio!

Realmente… creímos todos sus argumentos.
La idea de un robot trabajador e incansable parecía magnifica.
Capaz de realizar cualquier tarea, de avanzar entre ruinas e incendios, de salir al exterior sin preocuparse por la radiación, en busca de cualquier cosa que necesitáramos. Y en última instancia, de actuar como leal soldado si el refugio era invadido por “el enemigo”. “El enemigo”. Como si fuera a quedar alguno.

Y sí… camina entre las llamas más fácilmente que Cristo sobre las aguas. Camina entre el fuego… y entre disparos y explosiones, y a través de muros de metal y pelotones de soldados, y…
Y es imparable, Dios nos asista.

Cuando se activó y comenzó a moverse, aplaudimos y vitoreamos. Llevábamos mucho tiempo esperándolo. Habíamos pensado incluso hacer una fiesta. “El Día de la Activación” o algo así.
Pero cuando desplegó sus armas y empezó a freírnos con ellas, cuando sus generadores internos le proporcionaron los miles de kilowatios necesarios para disparar contra nosotros sus rayos, solo pudimos gritar y correr.

Ahora está al otro lado de esa compuerta, y me va a matar. La echará abajo como ha echado abajo todas las otras, y los acumuladores de sus brazos proyectarán contra mí una descarga brillante, zigzagueante y letal como las que Zeus empleaba para castigar a los que le decepcionaban. Moriré fulminado por un rayo en un planeta en el que jamás volverá a haber nubes de tormenta… ¡qué gran final!

Al principio creí que el ataque del androide se debía a un fallo de diseño… un cortocircuito… que funcionaba mal, que sé yo.
Pero está claro que no es así, porque el doctor Weirdman no cometía errores. Ni permitía que sus subordinados los cometieran.
Y es por eso por lo que debimos darnos cuenta desde el principio de que algo así iba a ocurrir. Su intención al colocar los androides en los refugios nunca fue ayudar a los supervivientes de la Tercera Guerra.
Su intención fue asegurarse que, tras ésta, no quedara nadie capaz de cometer tal colosal error por cuarta vez.

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