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lunes, 15 de diciembre de 2025

SOY… EL ÚLTIMO

 EL TEMPLO DE LOS PERGAMINOS                                                                                 ¡ALERTA DE EXPOILERZ!                                                                                              

                                             Presentado por… el profesor Plot.

 

Saludos, ávidos lectores.

Vamos con un bolsilibro, que ya hace tiempo que no reseñamos ninguno y hay que mantener la variedad. Este es un caso curioso porque es de Juan Gallardo, sin duda el mejor de los autores de bolsilibro que tuvo Bruguera, pero es a la vez un plagio bastante obvio de Soy leyenda

Debido a sus contratos editoriales con plazos de tiempo mínimos para presentar sus obras, los escritores de bolsilibros tenían que sacar ideas de donde podían. Y cuando no las tenían ellos mismos, las tomaban «prestadas» de libros o películas, en ocasiones, como en esta, de un modo muy evidente. Ahora bien, eso no quita que, como es habitual en este autor, el texto esté muy bien redactado y cumpla totalmente sus objetivos, que son mantenernos con los ojos pegados a las páginas un buen rato, disfrutando de las peripecias y desgracias de los protagonistas.

Estamos en 1986. El libro se escribió en 1972, por lo que en su momento era una proyección de catorce años hacia el futuro. Nuestro protagonista es el astronauta Mílton Zorbe, único tripulante de una sonda espacial que está a punto de regresar a casa. Debería estar alegre por ello, pero no. Al contrario, está intentando evitarlo con todas sus fuerzas. Esto se debe a que hace meses que no recibe ninguna transmisión de la Tierra, y las últimas que oyó hablaban de una inminente extinción a nivel global. Una guerra entre norteamericanos y chinos terminó liberando al mar una sustancia radiactiva que en menos de cuarenta y ocho horas había callado todas las voces del mundo. 

Milton regresa al hogar, sí, pero ese hogar es un cementerio que abarca todo el planeta. Un planeta que quizá todavía esté afectado por esa radiación y que suponga su muerte tan pronto como la puerta de su cápsula se abra al amerizar, pero no hay nada que pueda hacer. Él es sólo un pasajero en esa cápsula a la que una orden preprogramada la está obligando a volver y nada de lo que él intenta hacer modifica ese rumbo hacia la Tierra. La nave desciende hacia el mar Mediterráneo, que no es sino un manto de millones de peces muertos a flote, pudriéndose al sol.

Valiéndose de un bote neumático llega hasta un pueblo costero italiano. Ve embarcaciones varadas, casas blancas, una iglesia con el reloj detenido. Todo está silencioso, sin señales de vida humana. El aire huele a salitre y a putrefacción. En la playa se encuentra ya con un esqueleto junto a una barca, con jirones de ropa agitándose en el aire húmedo. El pueblo pesquero está repleto de esqueletos que ocupan mecedoras y yacen tirados por las aceras. Echa en falta el ruido, el tráfico, las multitudes... todo aquello que antes era molesto es ahora un recuerdo hermoso e irrecuperable. Los objetos cotidianos que observa por las calles le resultan ahora patéticos y aborrecibles por su inutilidad: una cabina telefónica ¿para llamar a quién? Miles de billetes arrastrados por el viento, ¿para comprar qué?

Las horas pasan y no siente ningún efecto adverso. Al parecer la radiación liberada al mar y la atmosfera era tan potente como efímera, y se ha disipado con el paso de los meses que él ha permanecido en órbita. Toma algunos artículos de varias tiendas y se refugia en una habitación de un hotel. A base de whisky y viejas cintas de vídeo intenta hacerse creer a sí mismo que todo está bien. Pero cuando apaga la luz y se dispone a dormir, la puerta se abre y una voz femenina susurra en la oscuridad: «Hola, hombre…»

La voz, correspondiente a una mujer joven, se identifica como Ruth. Le asegura que sobrevivió junto a otros en un refugio. Milton se entusiasma al saber que existen más sobrevivientes, pero en ese momento descubre que hay algo mucho más aterrador que ser el último humano vivo del planeta tras un apocalipsis… y es no serlo.

Docenas de hombres encapuchados, con hábitos oscuros y máscaras de carnaval, llenan el pasillo. Milton enciende una linterna para verlos mejor (algo que Ruth le había pedido específicamente que no hiciera) y todos huyen despavoridos. Tras una noche intranquila abandona el lugar en un coche cargado con provisiones y armas. En su camino encuentra evidencias de canibalismo, cuerpos que han sido claramente devorados a mordiscos pese a que queda mucha comida en las tiendas.

Al llegar a otra ciudad, encuentra una central eléctrica. Con sus conocimientos de informática logra reactivar la computadora central y devolver la electricidad a la urbe. Las luces se encienden y Milton experimenta un alivio infantil. En un bar iluminado, con música y televisión de casetes, recrea la ilusión de un mundo vivo. Cena, bebe whisky y se siente acompañado por el bullicio artificial. Pero el sueño lo vence y, al despertar, alguien ha apagado las luces y varias personas se lanzan contra él y tratan de devorarlo vivo, mordiéndole hasta desgarrarle la carne y hacerle sangrar. En medio de la pelea consigue encender una luz y de nuevo los extraños monjes enmascarados huyen en desbandada. Son los mismos del hotel, los compañeros de Ruth, que le han seguido hasta aquí.

Entre las mesas volcadas y las botellas rotas encuentra una máscara caída. Ruth aparece y le pide que se la devuelva, suplicando que no la mire directamente. Ella insiste en que son humanos, que sobrevivieron como pudieron, miles de ellos dispersos por todo el mundo. Le ofrece convivir con ellos por una noche, prometiendo que será respetado. Milton, dividido entre el miedo y la curiosidad, acepta acompañarla. Tira su linterna y toma la mano de la mujer, caminando hacia lo desconocido, en busca de respuestas o de la muerte.

Ruth conduce a Milton hasta un lugar subterráneo, una especie de cripta iluminada por un resplandor morado. Ruth le confiesa que es la única mujer de ese grupo. La radiación exterminó a todas las demás, pero ella resistió gracias a un tratamiento médico previo a una enfermedad llamada Epidemia azul que la hizo reaccionar de forma distinta ante la radiación. Por ello, los hombres encapuchados la respetan y la veneran junto a una escultura negra hecha con chatarra irradiada a la que llaman el Vellocino. Allí, Milton se encuentra con centenares de encapuchados reunidos ante un altar. Su portavoz, Salomón, lo recibe pacíficamente pero le advierte que, una vez salga de allí, será cazado como alimento.

Milton los insta a unirse para reconstruir el mundo. Propone rehacer juntos la civilización. Salomón y los demás responden quitándose las máscaras y caperuzas, mostrando sus rostros deformes, mutados por la radiación. Ruth también se descubre. Bajo su máscara y peluca revela su verdadero aspecto: piel descarnada, ojos hundidos hipersensibles a la luz brillante, manos sarmentosas, una humanidad corrompida que se descompone poco a poco. El único alimento que ahora pueden digerir es la carne humana. Al principio se alimentaron de aquellos a los que la radiación había matado y, al acabarse estos, de los cadáveres embalsamados de los cementerios. Incluso estos cuerpos se están terminando, y pronto no les quedará más que devorarse entre ellos.

Salomón le confirma que son cientos de miles en el mundo, dispersos en comunidades similares. Todos padecen el mismo mal y se ven obligados a sobrevivir como antropófagos. Eso lo convierte a él en un manjar, pero Ruth le ofrece una salida: hacerse uno de ellos, contaminarse y vivir como mutante hasta el fin de la especie. Milton odia la idea. Prefiere morir como hombre antes que convertirse en un devorador de cadáveres, aunque eso signifique pasar el resto de su vida huyendo y siendo cazado. Ruth, triste, reconoce que esperaba que Milton se uniera a ellos, pero acepta su decisión. La comunidad lo contempla marcharse con miradas voraces, sabiendo que es la última presa viva. Milton escapa de la cripta, perseguido por los cánticos litúrgicos con los que los mutantes  adoran al Vellocino de Chatarra. 

Corre consciente de que ahora está nuevamente solo, pero en un sentido aun más terrible que antes. La totalidad de habitantes del planeta son caníbales deformes, y él es la última presa. Buscando un lugar en el que atrincherarse, saquea algunas tiendas y también una farmacia. En ella encuentra algo que le llama la atención: dos docenas de cajas grandes de Inohexaziol, el medicamento con el que se trató la Epidemia azul previa a la radiación letal global. Algo le impulsa a llevárselas.

La horda antropófaga lo persigue y lo cerca en el interior de un camión. Rodeado por los contaminados, se defiende a tiros de ellos con un fusil y un revólver que ha tenido la precaución de llevar consigo, y cuando uno cae muerto o malherido sus compañeros se lanzan a devorarlo. Finalmente llegan hasta él, prácticamente desmantelando el camión con taladros eléctricos y otras herramientas, hasta que lo arrollan por mera superioridad numérica. Nuevamente Ruth, que parece encaprichada con él, le ofrece la posibilidad de unirse a ellos, convertirse en uno más mediante un rito de contaminación voluntaria que consiste en bañarse con ellos, recibir su abrazo y ser inyectado con su sangre. Al despertar será uno de la comunidad, un contaminado más. 

Milton es convertido y Ruth le confirma que ya no hay vuelta atrás: pronto sentirá hambre de carne humana, dolor en la piel y rechazo a la luz. Pero en secreto se inyecta dos dosis diarias de Inohexaziol y convence a Ruth para que haga lo mismo. Su teoría es que el Inohexaziol que se estuvo inyectando Ruth para tratar la Epidemia azul palió de algún modo los efectos de la radiación, motivo por el cual ella mantiene un alto nivel de conciencia humana en lugar de haber sido reducida a un bestial antropófago como los otros. A Ruth la comunidad le ha perdonado el que sea diferente a los demás por ser la única mujer, lo cual le da un cierto estatus, pero con Milton no van a tener esa consideración.

Durante los dos siguientes días todos esperan que el proceso avance, pero Milton no experimenta cambios. No siente el hambre antinatural ni repulsión por la luz. Rechaza los festines antropófagos y se alimenta de víveres envasados. Los demás empiezan a mirarlo con recelo, mientras Ruth guarda silencio y nunca se muestra sin máscara. Ante la falta de síntomas, Salomón ordena una nueva inoculación de sangre. Si en tres días no aparecen llagas u otros síntomas de la contaminación, Milton será sacrificado como alimento. 

Al tercer día, Milton muestra llagas superficiales, lo que satisface a los mutantes. Sin embargo, Ruth le revela en secreto que su piel se está regenerando y su cabello vuelve a crecer. Ha mantenido esto oculto a los demás gracias a la costumbre que todos han adoptado de cubrir su rostro con máscaras. Esto confirma la teoría de Milton: las medicinas que ambos toman frenan y revierten los efectos de la radiación, y la esperanza de curación existe.

Pero Salomón descubre esto y lo denuncia ante todos, ordenando que sea devorado. Ruth interviene proclamando que Milton ha hallado la salvación. Todavía deben quedar grandes reservas de Inohexaziol en la ciudad, en las farmacias que no fueron saqueadas porque no había nada en ellas que interesara a los mutantes, que lo único que buscaban era comida. Pero estos no escuchan. El hambre toma el control y se lanzan contra ellos. En el forcejeo, Salomón arranca la máscara de Ruth y revela que esta ha recuperado la totalidad de su piel y cabello. Milton dispara contra Salomón con un revólver que había logrado ocultar entre sus ropas, y la horda antropófaga se abalanza sobre su líder malherido para devorarlo mientras Milton y Ruth huyen del subterráneo. 

La brillante luz del sol ya no la daña a ella, que ha recuperado la normalidad. Ante ambos sigue habiendo un mundo devastado poblado por mutantes caníbales, pero ya conocen la cura y quizá encuentren a otras comunidades de mutantes menos fanatizadas a las que puedan convencer para probarla. Al menos Milton y Ruth tienen ahora una oportunidad de vivir, y con ellos quizá también el mundo la tenga. Es un típico final estilo «Adán y Eva» en el que una pareja de supervivientes se nos presenta como una promesa de salvación. Obviamente una sola pareja no puede repoblar un mundo, pero se trata más bien de algo simbólico o representativo: así como una pareja ha sobrevivido aquí, otras pueden haberlo hecho en otros lugares. 

En mi opinión, la historia funciona muy bien como relato de supervivencia y de horror postapocalíptico, incluso aunque su premisa no sea especialmente original. Juan Gallardo sabe dosificar la tensión y describir una imagen muy potente de un mundo que resulta inquietante precisamente por su silencio y su decadencia. El protagonista está bien definido, y su recorrido emocional (del aislamiento absoluto al descubrimiento de una humanidad aún más monstruosa que la soledad, y luego de una tenue esperanza en la forma de una posible compañera) sostiene el interés hasta el final.  

Las similitudes con Soy leyenda son evidentes y numerosas, y al igual que en la obra de Matheson, el auténtico terror no reside sólo en la catástrofe, sino en descubrir que el superviviente, al ser el único que no ha mutado, es ahora visto como el anormal, como el monstruo, el que debe elegir entre mutar él también para ser como los demás, o morir. Sin embargo, Gallardo introduce suficientes variaciones propias como para hacer suya la historia.

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Soy... el último. 1972. Curtis Garland [Juan Gallardo Muñoz](texto) Ángel Badía (portada). La conquista del espacio nº 115. Editorial Bruguera S.A.

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