¡Puf! ¡Aquí estoy otra vez, apareciendo en
medio de una nube de humo para presentaros otra espantosa
historia! Espantosa en el sentido de malísima, claro ¡jaja!
Es otro de los cuentos de nuestro demente Supervisor General. Está
calentito, recién salido del horno. Lo escribió ayer mismo en medio de uno de
sus experimentos de Escritura Desatada, y lo publicamos ahora que no
mira.
La Escritura Desatada, término con el que
Cervantes describía sus arrebatos de inspiración, es también el nombre de un
ejercicio de escritura para casos leves de bloqueo. Consiste en ponerte a
escribir sin tener absolutamente ninguna idea de base, sin nada planeado.
Escribes la primera frase que te pasa por la cabeza, sea cual sea, y luego
añades otra para darle un poco de sentido a la primera, para
justificarla.
Y sigues añadiendo frases sin pensarlas ni razonarlas, según van saliendo,
sin descartar nada de lo que se te ocurra por muy absurdo que parezca, hasta
que la historia toma forma por sí sola. El resultado suele ser inconsistente,
pero el objetivo del ejercicio no es escribir algo que valga la pena, sino
recuperar la costumbre de escribir. Nuestro Supervisor General estuvo un
par de horas con esa tontería y al final le salió esto. Él afirma que se
divirtió mucho escribiéndolo, así que la parte de aburrirse leyéndolo os toca a
vosotros.
¡Aviso! ¡Incluye violencia, palabrotas, e incorrección política!
¡Jaja! ¡Puf! ¡Nube de humo! ¡Desaparezcooo!
Aquel muchacho realmente adoraba a
Lur.
Lur era el propietario del garito, parte
bar, parte prostíbulo, parte casa de apuestas y parte escondrijo. Lur era el
dueño de los muelles, y el indiscutible señor del pequeño reino que estos
constituían. Desde el fondo de la sala, sentado en lo que en su día fue el
sillón de mando de un robot de combate, y rodeado de sus sicarios, Lur
contemplaba a los presentes como un tirano en su trono. Lur era enorme, fuerte,
musculoso, sanguinario. En aquel lugar, Lur era todo lo que un hombre pudiera
desear ser y todo lo que una mujer pudiera desear tener. A sus pies solía
verse un gato al que le faltaba una de las patas delanteras, y se decía que Lur
se la había arrancado de un mordisco una vez que el gato le arañó con ella. Lur era una leyenda viviente, y aquel muchacho lo adoraba.
Máquina había intentado matar a Lur unas
horas atrás, nadie sabía exactamente porqué. Motivos podía tener muchos. Casi
todo el mundo en la zona de los puertos tenía motivos para matar a Lur, pero se
ignoraba cual había sido el detonante de Máquina. Qué era exactamente lo que
quería demostrar, a quien intentaba vengar, o que cuenta pretendía saldar.
Había entrado a saco, disparando un
lanzataladros por todo el local. Un arma de calidad, de las que casi no se
veían desde después de perder la guerra. Los desgraciados alcanzados en la
única ráfaga que pudo efectuar antes que la redujeran habían muerto
retorciéndose y gritando cuando los proyectiles comenzaron a moverse
aleatoriamente por su organismo.
Un ataque decidido, pero muy mal planeado. La pistola lanzataladros estaba
ahora en el cinto de Lur, y Máquina pendía de las vigas del local, a tres
metros del suelo, desnuda y hecha un ovillo en una red de pesca de galbru, con
cortes y moratones por todo el cuerpo. Los matones de Lur la habían
violado hasta que ya no pudieron con su alma, y luego la metieron ahí y la
colgaron del techo, como adorno.
Máquina no debía tener más de veinte años.
Nadie sabía su verdadero nombre, y aunque había varias teorías bastante
imaginativas respecto al origen de su apodo, ninguna se aceptaba de forma unánime.
De todos modos, eso no importaba. Sería estúpido el tratar de averiguar el
porqué de aquel alias faltando tan poco para su muerte.
El chaval tenía unos doce, pero en el
local de Lur eso importaba aún menos. Importaba el dinero. Si lo tenías, tenías
el licor y las drogas. Tenías las chicas y podías hacer casi cualquier cosa con
ellas. Si tenías dinero, todo el mundo era amigo tuyo. Pero esa noche no lo
tenía, y todo el mundo pasaba de él.
Con doce años, el muchacho estaba
convencido de haberlo hecho todo y probado todo. Estaba ya aburrido de la vida.
Solo le faltaba el tatuaje del perro.
Lur tenía una cabeza de perro tatuada en
la frente, con la mandíbula abierta, como lanzándose a morder. La primera vez
que alguien se presentó en el local con el mismo tatuaje en la frente, Lur le
rompió el cuello, sin dar explicaciones. Aunque también es cierto que nunca las
daba.
Ahora permitía que hasta otras diez
personas en la zona del puerto llevaran el tatuaje del perro, pero cualquiera
que quisiera hacérselo, antes tenía que desafiar a alguno de los que ya lo
tenían. Entonces Lur hacía luchar a muerte al titular y el aspirante en su
presencia, en medio del local. Un honor muy codiciado. Los Perros de Lur tenían
asegurado alcohol y putas gratis allí. El muchacho sabía que un tal
Rodolfo era el más joven de todos los Perros de Lur. Había
conseguido su tatuaje con dieciséis años. Para el muchacho, dieciséis años eran
como noventa. Él estaba decidido a conseguir su tatuaje antes de los catorce.
Aun estando acostumbrado a ella, la luz roja y negra del local agotaba la vista. Tras un par de horas de destellos, música y humo, los sentidos se embotaban completamente. Como muchas otras noches, el muchacho daba tumbos de un lado a otro buscando entre aquella marea de cuerpos sudados algún vaso medio vacío y olvidado en una mesa del que apoderarse. Las chicas le sonreían al verle pasar. Algunas ya habían estado con él, y lo trataban con una mezcla de lástima y simpatía.
El muchacho era algo
así como la mascota del local, igual que el gato cojo de Lur. Deambulaba
entre grupos de gente que hacían como si bailaran, cuando algo húmedo y tibio
le cayó en una mejilla. Allí era normal ver volar vasos y dientes a todas
horas, y era normal tener que esquivar algún que otro vómito de vez en cuando.
Miró hacia arriba. Estaba justo debajo de
la red de pesca de galbrus, que giraba levemente, colgando del
techo. Máquina había despertado, y se revolvía en la red de finos hilos
metálicos, añadiendo más cortes a su cuerpo. Las luces estroboscópicas del
techo hacían brillar los hilillos de baba que le resbalaban de la boca y la
nariz. Lo que había caído sobre la mejilla del muchacho era un goterón de
saliva. "Pobre estúpida” pensó el chaval sin quitarle la
vista de encima a Máquina mientras se enjugaba la gota de saliva con el pulgar
y se lo llevaba a la boca “espero que no tengas nada contagioso”.
Se fijó en que Zeig acababa de entrar al local. Zeig era uno de los Perros de
Lur, y aun así no era mal tipo. No era malo con él. Seguramente Zeig le
conseguiría un trago.
Se estaba abriendo paso hasta Zeig, que se había quedado en la misma puerta,
cuando le vio sacar del abrigo un pequeño rectángulo negro, manipularlo un
instante, y luego arrojarlo como sin darle importancia hacia la barra.
La deflagración que siguió hizo saltar en
pedazos a una docena de los habituales, reventó las botellas, y esparció
chorros de licor en llamas a su alrededor. Otros tantos hombres y mujeres
fueron alcanzados por éstos y echaron a correr sin rumbo mientras ardían. La
ola de calor anegó el lugar. Mientras esto ocurría, el muchacho, que no había
perdido de vista a Zeig, le vio sacar otro aparato como el anterior y lanzarlo
al fondo del garito.
La bola de luz y llamas consumió a Lur, a
su gato cojo y a varios de los matones que lo protegían. La gente gritaba y
corría. Oyó estampidos de varias armas diferentes.
Por puro instinto, el muchacho se acuclilló en una esquina y sacó su
automática. Solo le quedaban tres balas, y se aferró al arma con ambas manos,
manteniéndola frente a su rostro como un exorcista rodeado de demonios haría
con un crucifijo.
Zeig echó a correr empujando a la gente,
que peleaba por salir. Parecía dirigirse al fondo del local, quizá para
comprobar si quedaba algo de Lur. Desapareció entre la multitud, y justo
después otra explosión sacudió el edificio, barriendo la pista de baile y
lanzando trozos de cuerpos en todas direcciones.
El garito comenzó a despejarse, y Zeig se
detuvo casi en el centro. La habitual alfombra de patatas fritas, colillas de
cigarro y vasos de plástico había desaparecido, sustituida por un círculo casi
perfecto de suelo calcinado en el que humeaban algunos huesos ennegrecidos.
Zeig abrió su abrigo. Llevaba al cinto dos fundas de pistola, y una estaba ya
vacía. Sacó un lanzataladros de la otra. De pronto, el muchacho supo cómo había
conseguido Máquina el suyo. Zeig alzó el arma y disparó contra el techo,
haciendo que la red se desprendiera en medio de una nube de chispas.
Máquina se estrelló contra el suelo con un
gemido. Casi inmediatamente, Zeig la desenvolvió de la red y la puso en pie
como pudo. La joven era un guiñapo tembloroso. En su cuerpo se veía más sangre
que piel, cubierta como estaba de pequeños pero profundos cortes, producidos
por los finos cables. Máquina cerró lentamente los puños, sin dejar de temblar,
e irguió los hombros. Tenía un aspecto frágil. Frágil e indomable.
Zeig apenas prestó atención a sus heridas.
Se limitó a cogerla de un brazo y tirar de ella para ponerla en marcha,
mientras disparaba una ráfaga del lanzataladros sobre un grupo de sicarios que
aún se movía entre los montones de cadáveres y mesas abrasadas. Los proyectiles
se hundieron en ellos, los arrojaron al suelo con la fuerza del impacto, y
comenzaron a moverse al azar en su interior.
Zeig y Máquina se dirigían ya hacia la
puerta. El muchacho, ignorado por todos, apuntó hacia ellos su automática.
Habían matado a Lur y destrozado el local. Y eso era todo lo que el muchacho
conocía. Ese había sido su mundo desde que tenía memoria.
Le estaban dando la espalda. Los tenía a
menos de diez metros y ni tan solo sabían que él estaba allí. Se disponía a
dispararles cuando algo cruzó el aire como una centella. Un disco de metal
afilado que a mitad de recorrido se dividió en tres con un chasquido. Tres discos
ahora, que se separaban ligeramente a medida que avanzaban. ¡Un arma isaba! Los
discos se dirigían hacia Zeig y Máquina.
Uno pasó unos centímetros por encima de la
cabeza de Máquina. Otro cortó el brazo de Máquina del que estaba tirando
Zeig, a la altura del codo. El tercero le cortó un pie a Zeig, que cayó al
suelo llevando todavía agarrado el brazo cortado de Máquina.
El muchacho buscó el punto del que habían
partido los discos. A apenas un par de metros a su izquierda, un isaba grueso y
chaparro como todos los de su raza se preparaba para lanzar otro disco triple.
Los isaba eran cada vez más frecuentes en la Tierra. Ya se veían algunos en el
puerto, pero nunca hubiera esperado encontrarse con uno en el propio local de
Lur. El isaba echó hacia atrás el rollizo brazo del disco, a punto de lanzarlo.
Algo lo empujó hacia atrás y le hizo chocar contra la pared de chapa. A su
izquierda y derecha, un surtidor de chispas brotó de la chapa en los lugares
donde las balas-taladro habían comenzado a perforar.
Del pecho del isaba brotó un chorro de sangre oscura. El chillido que soltó la
criatura era lo más agudo que el muchacho había oído en su vida, y los tímpanos
le dolieron más de lo que le habían dolido con las tres explosiones.
El isaba resbaló al suelo, llevándose las
manos al abultado torso, moviéndolas sobre éste como si estuviera siguiendo el
loco recorrido de la bala-taladro por su interior.
Dándolo por muerto, sin moverse ni un
milímetro de donde estaba, el muchacho devolvió su atención a Zeig y Máquina.
Ella tenía el muñón cubierto por una costra negra, pero no podía ser sangre
coagulada tan pronto. En la mano que le quedaba sostenía la pata de una de las
mesas incendiadas de la que goteaban grumos de plástico fundido. Se había
cauterizado el brazo amputado con ellos. ¡Ingeniosa hija de puta…! Llevó su
peculiar antorcha hacia la pierna de Zeig, que después de disparar al isaba
desde el suelo parecía haber perdido las fuerzas. Estaba derrumbado, como
muerto. Pero el grito que soltó al recibir el cuajarón de plástico líquido
sobre el muñón del tobillo indicó claramente que seguía vivo.
“Ahora” pensó el chaval, alzando la
automática hacia ellos. Ni tan solo estaban andando. Estaban los dos en el
suelo, casi inmóviles, los dos que se lo habían quitado todo.
Entonces el isaba lanzó otro agudo
chillido y un grumo de carne de cerca de un kilo cayó al suelo. Se lo había
cortado él mismo con el disco, sosteniéndolo con el guante especial que impedía
que perdiera los dedos al hacerlo. El muchacho vio la bala-taladro asomar como
un gusano del grumo de carne. La bala salió y cayó al suelo, donde empezó a
girar sobre sí misma como la aguja de una brújula en el epicentro de un campo
magnético, emitiendo un zumbido parecido al de un moscardón.
El isaba clavó una rodilla en el suelo,
medio irguiéndose con un jadeo. Le faltaba una buena tajada de la cadera,
aunque todo parecía tejido graso. Echó el brazo hacia atrás, preparándose de
nuevo para lanzar su segundo disco.
El muchacho nunca supo por qué lo hizo,
pero movió la automática hacia el isaba, cerró los ojos como siempre hacía
antes de disparar, y apretó el gatillo tres veces.
Cuando abrió los ojos el isaba estaba
muerto en el suelo, la bala-taladro había dejado de girar y zumbar, y Zeig y
Máquina habían desaparecido.
El muchacho se quedó allí donde estaba,
mirando desolado lo poco que quedaba del local, preguntándose a qué dedicaría
su vida a partir de ese momento.
Hum...no se, no se, me gusta mucho como escribes pero el final me ha parecido muy brusco.
ResponderEliminar¡Ah! ¡Jaja! ¡Mejor que te hieran con verdades a que te curen con mentiras! Pues sí, pero es lo que es. El objetivo del ejercicio es dejarse arrastrar, escribir sin planear. Mucho no se le puede pedir.
EliminarA mi me gusta como ha quedado. Sin el típico “combate final” entre el héroe (sea quien sea, si lo hay) y el villano principal (que es de los primeros en morir, y se lo cargan de un plumazo, me reí mucho con eso cuando se me ocurrió). Y cada personaje a lo suyo, cada loco con su tema, como se suele decir.