JUNTO A LA FOGATA
¡Hey! ¿Os gusta mi nuevo aspecto? Me dicen que voy a tener un pequeño papel en el segundo librojuego de Viaje al Planeta del Espacio, previsto para el año que viene. Nuestra ilustradora oficial me ha hecho este dibujo a tal fin, aprovechando para darme un leve cambio de diseño. Creo que el bastón me da un toque más elegante. ¿No os parece?
Pero bueno, vamos al trabajo. Halloween es el mejor mes para contar historias de terror, y aquí tenemos una de nuestra propia cosecha. Nuestro Supervisor General la escribió hace unos cuatro años, inspirado por algo que le sentó mal y lo tuvo vomitando durante un par de horas. ¡Espero que os guste! (El relato, quiero decir, no la imagen mental de un tipo vomitando)
Por cierto, le hemos añadido al texto una ilustración generada con IA para amenizar la lectura. La intención es ir haciendo lo mismo con todos los relatos propios que publiquemos a partir de ahora, y si tenemos tiempo también con los ya publicados.
CARNE DE PRIMERA
Gregg recibió la llamada cuando se disponía a desayunar. Beicon frito y café con ron.
El olor del beicon era delicioso, pero tan pronto como sonó su avisador perdió el apetito de golpe. Solía ocurrirle. Sabía que, si era lo que él temía, tardaría semanas en volver a ser capaz de probar la carne.
Su mujer le puso mala cara cuando se levantó de la mesa para atender la llamada, pero el trabajo -su trabajo- estaba por encima de todo. La nación entera podía depender de ello, y con eso no se podía tener ningún remilgo.
Fue directamente al avisador, comprobó el origen y motivo de la llamada, y abrió la conexión. La cara del operador apareció de inmediato en pantalla. No dijo nada. Nunca se sabía quién podía estar escuchando, y todo debía sonar genérico a oídos de un oyente casual. Como su propia mujer, por ejemplo.
–¿Problema? –preguntó directamente Gregg, en voz baja.
–Sí, señor.
–¿De qué tipo?
–En el producto, señor.
–¿En qué capa?
–En las inferiores, señor.
A Gregg se le formó un nudo en el estómago. Odiaba bajar a la carne. Había deseado renunciar al trabajo en varias ocasiones, siempre tras volver, repugnado, de una visita al interior de la carne. Pero el suyo era un trabajo de por vida. El origen de la carne era uno de los secretos mejor guardados del gobierno. Nadie, una vez introducido en el mundo de la carne, podía abandonarlo. ¿Pero por qué precisamente en las capas inferiores, el estrato antiguo?… lo más profundo, lo que quedaba de la masa inicial de proteína irradiada con la que se empezó todo. Un estrato de carne oscura, casi negra, dura como el cuero curtido, totalmente incomible, pero necesaria. Allí estaba el núcleo original que producía la proteína, que hacía crecer la carne y la mantenía viva hasta el mismo momento de cortarla.
–¿A cuanto?
–Ochenta y cinco, señor.
Gregg comenzó a notar que se venía abajo. Eso era casi en el núcleo. ¿Qué necesidad tenían de enviar a los mineros tan abajo? La proteína buena era la de las capas exteriores. Nada por debajo de los noventa metros se consideraba adecuado para consumo humano. Debía ser alguno de los sondeos de control de calidad que hacían de tanto en tanto.
–¿En camino?
–Sí señor. Llegará en unos dos minutos.
Colgó sin añadir nada más. Volvió a la mesa desde la cual su mujer lo miraba con un cierto aire de reproche. “¡No te quejes! ¡Mi trabajo es el que paga todo esto!” sintió deseos de gritarle. Pero en vez de eso murmuró: –Me llaman del trabajo, querida. Vendrán a recogerme en un par de minutos.
–¿Qué ha pasado?
–Han encontrado unos cuantos pollos enfermos en una de las granjas y tengo que comprobar los síntomas, avisar a los veterinarios, hacer los informes… todo eso. Seguramente no sea nada, pero no vamos a dejar a la gente sin pollo ¿verdad?
–Me gusta el pollo –comentó su mujer con aire ausente. Desde hacía ya algunos años cargaba más su propio café que el de él–. ¿Querrás pollo para cenar? ¿O para comer mañana?
Gregg comenzó a notar pesadez en el estómago.
–Creo que no. Me está doliendo la úlcera otra vez. Supongo que me tocará estar de nuevo un par de semanas a base de sueros, como me recomendó el doctor.
Cogió la taza de café con ron y se la bebió de un trago. ¡Cafeína y alcohol! No soportaría su trabajo sin ellos. De hecho, a penas lo soportaba con ellos.
Justo cuando dejaba la taza sobre la mesa, apreció ya el sonido tan característico de los rotores del helicóptero. Se habían dado prisa. Se despidió de su mujer con un beso formal en la mejilla. Mientras salía de casa le pareció oír que ella le preguntaba si volvería a tiempo de comer, pero no se molestó en contestarle. En la pista junto a su vivienda, una de las pocas casas de campo que el gobierno permitía en las zonas limpias, el helicóptero acababa de tomar tierra.
Dos soldados saltaron del vehículo y corrieron hacia él. El despliegue habitual. En teoría para protegerlo. En la práctica, para asegurarse que no se echaba atrás en el último momento. Los soldados le pasaron uno por cada lado, se dieron la vuelta y comenzaron a seguirle de regreso al helicóptero, sin saludar ni decir nada en absoluto. Auténticos profesionales.
***
El vuelo duró apenas media hora. Gregg miró distraídamente el yermo. Un pedregal de tierra seca y agrietada lleno de cráteres y bruscos desniveles, en el que lo único que destacaba eran los inmensos campos de girasoles, la artillería antiaérea automática. Cualquier vehículo no autorizado que sobrevolara esa zona a menos de tres mil metros de altura se arriesgaba ser derribado sin aviso. A Gregg le aterraba que esas armas funcionaran por si solas, sin operarios humanos, si bien era cierto que las había sobrevolado en helicóptero muchas veces y nunca había tenido ningún problema con ellas.
La vista de la instalación, con el aspecto de un inmenso invernadero acristalado, le tranquilizó un poco. Al menos ya no tenía a los girasoles siguiéndole con la mirada, volviendo hacia él uno tras otro sus cañones al pasarles cerca.
***
El nombre oficial de la instalación era Granja Avícola nº 36. Naturalmente, no había pollos ni gallinas, ni nada remotamente parecido a un ave. Había soldados, muchos. También un pequeño grupo de operarios. Casi todo lo que se movía de un lado a otro eran mineros, los robots encargados de cortar bloques de carne según la demanda que hubiera de esta.
Un grupo de mineros pasó cerca de él transportando sobre una plataforma rodante un bloque de carne de dos metros cuadrados, camino a la sección de procesamiento. Estaba recién cortada, y unas pocas gotitas de sangre resbalaban aquí y allí. Por el color rosado claro, casi blanco, Gregg supuso que la tratarían para venderla como pavo. Era mediados de octubre, y la demanda de pavo subía a final de año. Las tiendas ya debían estar haciendo acopio de ella.
Uno de los operarios fue a su encuentro mientras se quitaba a tirones uno de sus guantes de goma y le tendió la mano desnuda, que Gregg estrechó con desgana.
–DiTillio –se presentó el hombre–. Gracias por venir tan rápido.
“¡Como si tuviera opción!” Gregg contempló unos segundos al operario. Enfundado en su mono de plástico amarillo era difícil determinar la forma de su cuerpo. Pero llevaba la máscara de respiración bajo el brazo, y por la cara huesuda Gregg supo que era un tipo extremadamente delgado. Eso era lo normal. Cuanto más cercano estaba uno a la carne, cuanto más enterado estaba del proceso, menos carne comía.
–Su primera visita a esta Granja ¿verdad?
–Sí… pero vista una… Muéstreme la proteína.
–Como no. Sígame, por favor.
Los pozos de proteína eran todos iguales. Fabricados a toda prisa hacía más de un siglo, como una medida desesperada para paliar la Gran Hambruna. Tenían un kilómetro de diámetro y doscientos metros de profundidad. En el fondo de cada uno de ellos se había vertido la proteína líquida original, debidamente alterada e irradiada en los laboratorios para que creciera sin parar con una alimentación mínima a base de glucosas.
Las capas más superficiales, los primeros ocho o diez metros, eras las más blandas y suaves por ser las de generación más reciente. Se trataban para darles la textura y sabor de diversas carnes de pescado y ave. Los siguientes treinta metros, más consistentes, serían ternera o cerdo. A partir de ahí, había entre cincuenta y sesenta metros de carne que valía igual como vaca, buey, oso, venado o caballo. Así, además de darle a la gente variedad, se mantenía la ilusión de que estos animales todavía existían en algún lado. A esto seguían unos cien metros de carne vieja, incomible y en teoría inmortal, que simplemente hacía crecer las capas superficiales mientras se la alimentase regularmente con una solución de sales y azúcares.
Gregg contempló el pozo apoyado en la barandilla que lo rodeaba. La superficie estaba horadada por todos lados. Los mineros cortaban la carne en bloques cuadrados o rectangulares, por lo general de un metro de lado como mínimo. Varios equipos de mineros estaban en pleno trabajo, cortando bloques y colocándolos sobre plataformas que unas grúas elevarían para sacarlos del pozo. La carne tenía buen color. Todo parecía normal.
–¿Cuál es exactamente el problema?
–Una anomalía en el estrato antiguo, señor, cerca del núcleo.
–¿Cuál es… exactamente… el problema?
DiTillio se pensó mejor su siguiente respuesta.
–Esta mañana, los de mantenimiento encontraron una avería en los sistemas de alarma. Cambiaron unos cuantos chivatos que se habían fundido, y uno de ellos resultó estar activado.
–¿Y?
–Era el chivato de los tubos de suministro. Al parecer el principal estaba atascado. Creemos que la proteína ha podido estar casi sin alimentación entre tres y cinco días.
Gregg, que no había dejado de contemplar el pozo mientras hablaban, se volvió hacia él.
–¿¡Que!?
–Pero… su ritmo de crecimiento no ha disminuido. Usted sabe que la carne tiene sus propias reservas de grasa. Podría estar incluso…
–¿¡Han tardado casi una semana en darse cuenta!?
–Creemos que entre… tres y cinco días… porque al revisar el nivel de consumo de los tanques de riego vimos que…
Gregg lo mandó callar con un gesto. Devolvió su atención al pozo. Tenía buen aspecto.
–¿Han analizado la carne?
DiTillio señaló a una perforación cuadrada en el centro aproximado del pozo. –Totalmente señor. Es lo primero que hicimos tras restablecer la alimentación. Extrajimos un tarugo de muestreo, excavando metro a metro y analizando cada uno por separado, hasta llegar a los ochenta y cinco metros. No quisimos profundizar más, porque eso ya podría llegar a dañar el núcleo. Y los resultados son claros, no hay ninguna pérdida de calidad. La carne se ha mantenido fresca, alimentada con sus propias reservas de grasa, tal como estaba previsto. De hecho, este incidente ha resultado incluso providencial.
Gregg suspiró, implorándose a sí mismo paciencia. Le fastidiaban todos esos ineptos que retorcían las situaciones para presentar sus fallos como algo positivo.
–¿Por qué providencial? ¿Qué puede tener esto de bueno?
–Porque es así como localizamos la anomalía, señor. Yo mismo hice una inspección visuál del fondo del tarugo. La casualidad quiso que el último bloque extraído lindara con algo, que creemos que debería ver.
“Maldita sea, no”
–Por supuesto. Veámoslo.
Equipados con trajes aislantes ligeros y máscaras de respiración, bajaron por la escalerilla adosada al muro. Originalmente la escalerilla llegaba hasta el fondo, pero el crecimiento de la proteína había ido cubriéndola. Del primero de los escalones que emergía de la proteína pasaron con cuidado a esta. La consistencia gelatinosa que notó bajo sus pies le repugnó a Gregg tanto como la primera vez que bajó a la carne.
Gregg siguió a DiTillio hacia el pozo que llevaba al estrato antiguo, chapoteando sobre la pegajosa mucosa conservante que la capa exterior de la carne generaba por si sola.
A continuación, unos mineros les bajaron sujetos con arneses hasta el fondo del tarugo de muestreo, a ochenta y cinco metros de profundidad. Gregg miró hacia arriba, apretujado contra DiTillio en aquel pozo cuadrado de un metro de lado, excavado en la carne. La salida, recortada contra las luces blancas del techo, apenas se veía.
–Bien –gruñó deseando ya estar fuera–. ¿Qué tengo que ver?
–Esto, señor.
Se apartó como pudo, dejando al descubierto una zona amarillenta y lustrosa incrustada en la carne, que iluminó con una pequeña linterna.
Gregg la palpó y la golpeó con los nudillos. Era dura.
–Esto no es grasa. Ni nervio. ¿Cartílago?
–Creemos que es hueso, señor.
–¿Hueso? pero como…
–La posibilidad de que la proteína desarrollara materia ósea de forma esporádica ya se había contemplado. Pero que yo sepa nunca se había podido confirmar.
Gregg siguió toqueteando la sustancia. A fin de cuentas, la proteína era básicamente un gigantesco tumor artificial, diseñado para crecer, generando materia sin cesar. Se había desarrollado de forma apresurada, casi a la desesperada, y tenía más de cien años. Las anomalías probablemente serían cada vez más frecuentes. No se descartaba que en algún momento alguna de las fosas de proteína se corrompiera hasta el punto de verse obligados a cortarle la alimentación, dejarla morir, extraerla toda y volver a empezar el ciclo con otro vertido de proteína líquida adecuadamente irradiada.
Aquello parecía hueso, pero no podía estar conectado a nada. Forzosamente tenía que ser un bloque de calcio arrinconado allí por la proteína, como algo inútil. Sería interesante extraerlo para estudiarlo. Si la proteína estaba rechazando ese elemento en lugar de asimilarlo, habría que revisar la fórmula del suero con que la alimentaban.
–Hay otra cosa más, señor. Justo bajo el hueso.
A esa profundidad la carne ya era casi negra, y ni aún con la linternita que el también llevaba vio nada extraño. Gregg se arrodilló, y al palpar bajo el bloque de hueso notó que la carne, que en ese estrato debía ser durísima, cedía como si fuera una leve película de piel sin nada al otro lado.
Extrajo un bisturí del bolsillo de instrumental que incorporaba el traje, y rajó con cuidado aquella película de piel. Definitivamente había una oquedad detrás. Una abertura irregular de aproximadamente un metro de ancho, y algo menos de alto. Con un poco de esfuerzo, podría arrastrarse por ella. Se volvió hacia DiTillio.
–Entiendo que hay algún minero haciéndonos seguimiento.
–¿Qué? Ah, por supuesto. Nos tienen localizados en todo momento.
–Y entiendo que, de no encontrar más adelante una zona amplia en la que poder darnos la vuelta para regresar, podrían excavar hasta nosotros con seguridad para extraernos de allí donde estuviéramos.
DiTillio se le quedó mirando, incrédulo.
–¿Pretende que…? –dijo señalando a la oquedad.
–Exacto. Usted primero, por favor.
DiTillio lo miró con aprensión. Sabía lo que era aquello. Era un castigo por haberle llamado. Por haberle obligado a ir allí, a bajar a la carne para elaborar un informe. Era el modo que tenía Gregg de decirle que la próxima vez que encontrara algo raro a tanta profundidad, se callara la boca.
–¿Tiene algún problema, DiTillio? Si no le gusta su trabajo, hay otros que podría desempeñar muy bien. Los encargados de mantener alejadas de las ciudades las dunas de polvo contaminado enferman y mueren con frecuencia, así que siempre agradecen la posibilidad de reponer obreros.
Tras mantenerle la mirada unos segundos, DiTillio se internó en la carne, sin responder. Con la linterna en la mano y los brazos por delante, DiTillio se arrastraba por el conducto. Apenas había avanzado un par de metros cuando la consistencia del suelo cambió. Debía ser duro, una carne rasposa como la corteza de un árbol, pero en cambio era blando, rosado y poroso. Estaba cubierto además de un líquido viscoso, que facilitaba su desplazamiento, permitiéndole deslizarse como un caracol sobre su propia baba. Gregg le seguía a poca distancia, casi rozándole los pies.
Tras un tramo de unos ocho metros, el conducto hizo una leve curva a la derecha. DiTillio accedió a una zona más ancha. No lo bastante para ponerse en pie, pero sí para erguirse hasta ponerse de rodillas y echarse a un lado, permitiendo el paso a Gregg.
Gregg y DiTillio se quedaron observando el óvalo de materia granate cubierto de venas pulsantes que llenaba la abertura casi por completo. Parecía haber crecido desde abajo, desde las capas más antiguas, pero era imposible saberlo por mera observación.
No había por donde continuar. A un lado de aquello se abría otro conducto, pero este apenas tenía diez centímetros de diámetro, y se ensanchaba y estrechaba rítmicamente como un músculo de esfínter. Esto creaba una leve corriente de aire. Se sabía que la carne transpiraba, tomando oxígeno de la capa exterior que estaba en contacto con el aire y haciéndolo circular al resto de capas mediante venas capilares, para mantenerlas vivas. Había sido diseñada así, pero esto era nuevo. Era como si este conducto se hubiese formado para soplar un mayor volumen del aire que capturaba de la atmosfera directamente sobre ese extraño....
–Maldita sea ¿Qué demonios es esto? Parece algún tipo de órgano. Pero no puede ser un órgano funcional. Por… pura lógica no puede estar conectado a nada–. Gregg se adelantó, palpando el óvalo granate. Este se sacudió con un espasmo cuando lo tocó. Como respondiendo a esto, un temblor pareció recorrer toda la abertura.
–No debería tocarlo, señor. Será mejor que… –empezó a decir DiTillio, gateando de espaldas hacia el conducto por el que habían entrado.
–Cállese –murmuró Gregg.
Sacó un tubo de muestras de su bolsillo de instrumental y practicó una incisión en aquello. El temblor se repitió, mucho más fuerte. Como un terremoto dentro de la carne. DiTillio se metió de cabeza en la abertura, de vuelta al tarugo de muestreo. No le importaba donde le enviara Gregg después de aquello. Sabía lo suficiente sobre la carne como para estar totalmente aterrado ante lo que acababa de suceder.
Gregg dudó. De la incisión practicada en aquel órgano se deslizaban unas gotas de sangre densa y oscura, arterial. Como si aquello le hubiese provocado algún tipo de reacción vital, la masa granate comenzó a palpitar. Se hinchaba y distendía, como si fuera un corazón, un pulmón, o la imposible combinación de ambos. El temblor se repitió, más fuerte aún que antes, y Gregg decidió al fin que ya era hora de irse.
Se internó en la abertura, al otro extremo de la cual pudo ver a DiTillio, que ya casi había salido. Se arrastró frenético sobre el líquido viscoso, y le pareció que había bastante más que antes. ¡Mejor! ¡Más rápido se movería sobre aquella superficie rosada y porosa! Cuando llegó hasta la entrada practicada desde el tarugo de muestreo, DiTillio ya se había enganchado a uno de los arneses que habían dejado colgando cuando bajaron. Presionó un mando del propio arnés y el cabo comenzó a elevarlo rápidamente.
–¡DiTillio! ¡Espéreme! –gritó Gregg mientras trataba de salir de la oquedad. ¿Por qué le costaba tanto? No parecía tan estrecho cuando entraron. Pensó que se habría enganchado con algo, y colocó las manos bajo su torso para empujarse hacia arriba. Entonces notó que la carne bajo sus manos se rajaba. Otra pieza de calcio amarillenta estaba abriéndose paso a través de la carne en ese mismo instante, bajo su pecho, y notó como la que tenía sobre él le presionaba la espalda. Se estaba estrechando. La abertura se estaba estrechando y aplastándole.
La presión se intensificó y el dolor le venció. Comenzó a gritar, alargando los brazos hacia su arnés, que pendía lánguidamente del cabo, lejos de su alcance. Mientras las irregulares piezas de calcio le trituraban los huesos con una fuerza infinita, aún tuvo la lucidez suficiente como para pensar “¡Dientes! ¡Son dientes!”.
¡Ja-ja-ja! Mejor comer que ser comido ¿eh? Bueno, pues ese ha sido nuestro indigesto cuento de hoy. Acordaos de comprar rica carne de pavo o unas buenas chuletas de cerdo para la cena de Halloween, que no todo pueden ser caramelos y chocolatinas. ¡Hasta la próxima historia!
Muy buena historia, esta no la conocía, y me ha gustado mucho, recordándome a las de la lotería de las comidas y la de la granja de los animales atrofiados (no recuerdo los títulos), casi podían formar una trilogía. Solo habría una cosa por mejorar, que seguro se te ha escapado. Cuando dice "un metro cuadrado de ancho", cambialo por "un metro cuadrado" o "una apertura de un metro de largo por un metro de ancho" o algo similar. ¡Gracias por compartir la historia!
ResponderEliminar¡Ay, sí! Quería decir que era un pozo cuadrado de un metro de lado y puse que era de un metro cuadrado de ancho. Redundante. Lo corrijo 😅 gracias.
Eliminar(He tenido que corregir tambien esta respuesta, que la puse mal. Ya no se ni lo que escribo😓)
Sí ,me había dado cuenta también del error en el comentario, pero ya no lo iba a escribir, no soy tan tiquismiquis. El error es uno de los típicos que en una reescritura lo cambias, pero solo a medias, y luego ya no te vuelves a dar cuenta. Le pasa a todo el mundo. Ah, se me olvidó comentar que lo de generar imágenes con IA para tus relatos es una ideaza, deberías practicar esto más para tus relatos.
Eliminar