Debía tener unos
diez años cuando vi por primera vez En busca del arca
perdida. Nunca antes había oído hablar de la arqueología,
pero durante las dos o tres semanas siguientes a ver esa película, no existió otra cosa para mí.
Me proveí de una linterna y me dediqué a buscar por todos los rincones de la
casa. Miré detrás de cada mueble, examiné el fondo de los cajones, y viví
montones de aventuras. El blando cinturón de un viejo
albornoz se convirtió en mi látigo. Encontré algunas monedas perdidas entre los
cojines del sofá, que para mí significaron un impresionante tesoro (más por
haberlas encontrado que por el escaso valor económico que tenían). También encontré un bichito lleno de patitas en el fondo de un armario, que me imaginé como un monstruo terrible y venenoso. Dibujé montones de mapas, y andaba por el
pasillo de casa escogiendo cuidadosamente que baldosas pisar, porque debajo de
cualquiera de ellas podía haber una mortífera trampa, o bien lo recorría a toda
velocidad, porque una gigantesca piedra rodante me perseguía.
m
Ahora se que la arqueología
no es saquear templos en ruinas y esquivar trampas, pero jamás perderé del todo esa primera
imagen que me formé de ella. He oído decir a algunos niños pequeños (y lo creáis
o no, también a varios adolescentes casi adultos) que la asignatura de Historia es inútil, porque
solo te enseña cosas que ya han pasado. Y si ya han pasado ¿qué importancia
tienen? Es en este momento cuando películas como En
busca del arca perdida o Los Goonies demuestran lo
que valen. Porque más allá del entretenimiento y la evasión, está la capacidad
que tienen para mostrar a los más pequeños que nuestro pasado puede ser tan increíble
y fascinante como cualquier mundo de fantasía de un videojuego, y despertar su interés
por la historia y la arqueología, aunque estén escondidas bajo el gancho de la
aventura y los tesoros.
Creo que casi cualquier niño que haya visto de pequeño En busca
del arca perdida habrá “sufrido” también esa época
de arqueólogo aficionado, que en mi
caso al menos, nunca he llegado a perder del todo.
Siempre he sentido interés por las ruinas, las excavaciones,
y los objetos del pasado. Lamentablemente las antigüedades tienden a ser caras,
y nos tenemos que conformar con imitaciones o piezas de escasa envergadura. Pero
para mí, incluso eso es valioso, y tengo por casa varios objetos que considero
especialmente interesantes.
Estas son
diversas monedas que fui adquiriendo en varios mercadillos turcos absolutamente
caóticos, tras rebuscar entre, literalmente, miles de trastos amontonados sin ningún
tipo de orden, en los que me dio la impresión que te cobraban a ojo, fijándose más en el volumen total de
lo que te llevabas que en los artículos concretos. Las he colocado junto a una
moneda de euro para que se pueda comparar el tamaño.
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No soy anticuario
ni numismático. No sabría decir más que de forma muy vagamente aproximada a que cultura pertenecen, en que año se
acuñaron, o si tienen algún valor económico real. Pero tampoco me importa
realmente. Para mí son un tesoro. No tuve que esquivar dardos de cerbatana ni
correr delante de una roca gigante para hacerme con ellas, pero perdí un par de
kilos solo sudando, me picaron un montón de mosquitos, cogí fiebres, comí alimentos de origen
dudoso, intentaron robarme una vez, y pasé no sé cuántas horas dando vueltas totalmente
perdido por un laberinto de callejuelas tan atestadas de gente que era casi
imposible avanzar por ellas. Toda una aventura, Dr. Jones.
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