MENSAJE DEL SUPERVISOR GENERAL: todas las fotos que aparecen con la dirección de este blog sobreimpresionada son de artículos de mi propiedad y han sido realizadas por mí. Todo el texto es propio, aunque puedan haber citas textuales de otros autores y se usen ocasionalmente frases típicas y reconocibles de películas, series o personajes, en cuyo caso siempre aparecerán entrecomilladas y en cursiva. Todos los datos que se facilitan (marcas, fechas, etc) son de dominio público y su veracidad es comprobable. Aún así, al final de la columna de la derecha se ofrece el típico botón de "Denunciar un uso Inadecuado". No creo dar motivos a nadie para pulsarlo, pero ahí esta, simplemente porque tengo la conciencia tranquila a ese respecto... ¡y porque ninguna auténtica base espacial está completa sin su correspondiente botón de autodestrucción!

miércoles, 25 de junio de 2025

EL ASOMBROSO LIBRO DEL INTERIOR DE UN BARCO DE GUERRA DEL SIGLO XVIII desde la sentina al extremo del palo mayor y desde el mascarón de proa a la cámara del almirante en popa, así es y así se vive en este barco

 EL TEMPLO DE LOS PERGAMINOS                                                                              ¡ALERTA DE EXPOILERZ!                                       

                                             Presentado por… el profesor Plot.

¡Cielos, que título tan largo! 

Hoy es 25 de junio, el Día de la gente de mar, establecido en reconocimiento a la labor de todos aquellos relacionados con un medio tan hostil y ajeno al hombre como lo es ese, especialmente en el caso de los marinos mercantes y pescadores de altura. A día de hoy el 90% del comercio sigue dependiendo de las vías marítimas, y la pesca supone el 17% del total de la alimentación mundial. En España es un día especialmente importante también para las Fuerzas Armadas, dado que más del 72% de la frontera nacional es costera.

Para conmemorar este día, vamos a reseñar un libro sobre la vida a bordo de un navío de guerra en el siglo XVIII. El que veremos es británico, pero no es muy diferente del de cualquier otro país de la época. Se trata de un libro ilustrado que, mediante cortes transversales de las diferentes cubiertas, nos muestra la actividad a bordo en una serie de situaciones. El dibujo es detallado y recargado, como uno de esos libros de ¿Donde está Wally? pero con personajes aún más pequeños, a través de los cuales se nos va explicando todo lo relativo a estos buques. Es el mismo tipo de información que podemos encontrar en los libros de historia, pero la forma en que la presentan la hace más amena y sencilla de entender en toda su dimensión.

Para ponernos en perspectiva, con una tripulación cercana a los novecientos hombres divididos en profesiones y jerarquías, estos colosos del mar se parecían a una fortaleza flotante. Al depender casi totalmente de los recursos con los que contaran en el momento de zarpar, y sin tener nunca claro cuándo iban a poder regresar a tierra para reaprovisionarse, nada podía dejarse al azar. 

Las normas de conducta eran terriblemente estrictas, y cosas que puedan parecernos nimias como robar una rebanada de pan de la despensa o presentarse un minuto tarde al puesto de trabajo podían ser castigadas con varias decenas de latigazos. Los delitos más graves, como el asesinato o los intentos de motín, se castigaban ahorcando al condenado de uno de los palos y dejando su cadáver allí durante un par de días, balanceándose a la vista de todos a modo de lección.

El espacio disponible se aprovechaba al milímetro. La privacidad era inexistente y la sanidad algo puramente testimonial, por falta de medios. Los marineros convivían hacinados, durmiendo en hamacas tan cercanas que el balanceo del barco hacía que se rozasen unas con otras. Esto favorecía las plagas de chinches y piojos, y hacía que enfermedades contagiosas como la tiña, la sarna, el sarampión o la disentería fueran incontenibles. Una vez aparecían, la inmunidad de rebaño (que todos se contagiaran y las superasen o muriesen en el proceso) era la única forma de deshacerse de ellas. 

Cientos de baldes de excrementos y orines pasaban diariamente de mano en mano hasta ser vertidos por la borda o las portillas. Lo más parecido a sanear una atmósfera que no se podía ventilar era quemar azufre y sulfuro en las cubiertas. Esto generaba un gas venenoso con el que se intentaba reducir periódicamente las plagas de ratas y parásitos, y que obligaba a reubicar durante algunos días a todos los que vivieran en las zonas afectadas.

Las cubiertas eran bajas para aprovechar más el espacio, con una separación máxima de 1,8 metros entre suelo y techo. El salitre y el verdín se apoderaban de todo y la limpieza de cubiertas, aparejos y armas era algo constante para evitar la putrefacción de la madera y oxidación de los metales. Al depender del viento para moverse, el trabajo en los palos cambiando la orientación de las velas menores (para redirigir el viento hacia las mayores en el ángulo adecuado y controlar la dirección del desplazamiento) era también constante. Aunque antes lo he comparado con un castillo flotante, era más parecido a un hormiguero donde la actividad no cesaba jamás, solo se atenuaba un tanto en horas determinadas.

Los combates eran verdaderos apocalipsis. Cada cañón precisaba de una cuadrilla de entre cinco y siete hombres actuando de forma coordinada para cargarlo y dispararlo una vez cada (aproximadamente) dos minutos. Se comenzaba disparando bolas de metal sólido que destrozaban palos y aparejos, y arrancaban la cabeza o las extremidades si impactaban directamente a alguien. Incluso si no lo hacían, los destrozos causados provocaban lluvias de enormes astillas que caían sobre las dotaciones como andanadas de flechas. 

Las bolas sólidas se combinaban con las explosivas o las temidas encadenadas; dos balas de cañón unidas por un metro de cadena que barrían las cubiertas girando como boleadoras gigantes. Al acortar distancias las bolas se cambiaban por disparos de metralla que dejaban huecos enormes entre las formaciones enemigas de cara al abordaje que vendría a continuación, o de brasas destinadas a provocar incendios. El barco se reparaba sobre la marcha, y era habitual que hubiese equipos designados para apagar los fuegos, achicar el agua y reparar los daños más graves incluso en medio de los combates. La sangre llegaba a cubrir de tal modo las cubiertas que los pies descalzos de los marineros chapoteaban en ella. En la Armada Española se llegó a pintar de rojo las cubiertas de algunos barcos de guerra para que los marineros se acostumbraran al color, y que el verlas luego empapadas de sangre no los amilanara durante los combates.

Cosas como haber quedado mutilado en una batalla o accidente no eximía de seguir trabajando o luchando llegado el momento. Como mucho, al herido se le reasignaba su puesto para que llevara a cabo otra labor si la mutilación sufrida le impedía cumplir su función original a bordo. 

La alimentación era muy limitada, puesto que la única forma de conservar los alimentos era mediante ingentes cantidades de sal. El agua, que no podía conservarse tampoco y se transportaba en barriles de madera, se corrompía a las pocas semanas de haber partido y beberla era suicida. Para descontaminar el agua esta se mezclaba con cantidades de alcohol cada vez mayores, hasta el punto que la proporción más habitual era de una parte de agua por cada tres de ron, lo que se denominaba grog. Cuando ni tan solo esta mezcla bastaba para potabilizar el agua a un nivel aceptable, todo el líquido que se servía a los marineros pasaba a ser cerveza. Un marinero podía llegar a recibir cuatro o cinco litros de cerveza diarios, pero ni una sola gota de agua. La fama de borrachos que se ganaron en esta época los marineros, era una mera cuestión de necesidad.

Pese a que los barcos eran como un infierno a la deriva, el ambiente a bordo solía ser alegre. La gente de mar estaba habituada a esta vida y a menudo no concebían otra. En la marina española, por ejemplo, se consideraba que con doce años ya se era adulto, y había marineros de esa edad o incluso más jóvenes. Estamos hablando de una época en que muy poca gente contaba con un acta de nacimiento, o ni tan solo estaba seguro de qué edad tenía. Criados en ese entorno desde niños, para ellos pasar varios meses seguidos (a veces más de un año) en estas condiciones era algo que percibían como lo normal. Muchos lo preferían a vivir en tierra firme, porque la disciplina y los horarios eran tan estrictos que no había lugar para las dudas; siempre sabías qué era lo que tenías que hacer en cada momento. La comida estaba asegurada (que era algo con lo que no podían contar muchos aldeanos de tierra adentro) y se cobraba en metálico (no en productos, como era también habitual en tierra). Y sobre todo, sabías a qué atenerte si rompías las normas, en lugar de estar sometido a una ley más impredecible y caprichosa, puesto que a bordo todos respondían ante un mismo juez y jurado: el capitán.

En los pocos momentos de descanso, eran habituales (y estaban permitidos, siempre que no se apostara) los juegos de habilidad, dados o cartas. Se tocaban instrumentos y los marineros bailaban en la cubierta (entre ellos, a falta de mujeres). Se cantaban canciones especialmente pensadas para coordinarlas con trabajos determinados, de forma que la letra y ritmo de la canción marcara una misma velocidad y cadencia de trabajo para todos los implicados. 

El cura de a bordo oficiaba misas y sermones con regularidad. A diferencia de lo que ocurría en las aldeas, donde se miraba con suspicacia a los que no asistían a la iglesia, a bordo la asistencia a las misas era realmente voluntaria para permitir más tiempo de descanso a la dotación. Otras actividades, propiciadas por lo limitado de las opciones de entretenimiento, eran la talla de animales o maquetas de barcos en tacos de madera sobrante, que llevaron a la aparición de verdaderos artistas entre los marineros. Y como la mayor parte de estos eran analfabetos, en ocasiones los oficiales leían en voz alta libros en la cubierta principal, para que aquellos que quisieran se acercaran a oírlos. 

Esto es quizá lo más llamativo de estas micro sociedades que eran los barcos de la época, que pese a que el día a día (no ya las tormentas o las batallas, sino la mera cotidianidad) era un desafío a la salud, la resistencia física e incluso la cordura, se trataba de mantener una convivencia lo más plácida y alegre posible. Los barcos eran en definitiva (y hasta cierto punto, siguen siéndolo) un ecosistema propio en el que, como en todo ecosistema, los que se adaptan a su rutina prosperan y los que no son dejados atrás de un modo u otro.

Y como el ilustrador quería asegurarse de que prestáramos atención a todos los detalles de sus minuciosos dibujos, nos ofrece también un pequeño juego: buscar a un polizón entre la mirada de gente que se amontona en cada escena ¡Doble ración de grog para quien lo encuentre! 

Cross-Sections. Man-of-War. 1993. Richard Platt (texto) Stephen Biesty (ilustraciones). Publicado por Altea. 

3 comentarios:

  1. Un volumen magnífico, ¡ me encantan los libros ilustrados para niños !

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. En este caso no estoy seguro de que fuera concebido especialmente para niños. La información les será más atractiva gracias a las ilustraciones y el juego de buscar al polizón, claro, pero esta se presenta de forma realista en lugar de suavizarla. Los dibujos muestran cosas como los marineros recibiendo latigazos, la comida llena de gorgojos y gusanos, los mutilados en los combates... vamos, que si se pensó para niños al menos no comete el error de tomarlos por tontos. No tiene una calificación de edad, pero quizá a partir de unos doce años o así sería lo más adecuado.

      Eliminar
    2. Si, rectifico, es un libro para jóvenes/adolescentes. Y si, antes el trato a esta franja de edad era bastante más respetuoso que ahora. Hay libros para jóvenes que me encantan y tengo bastantes, que serían hoy serían perfectamente para adultos, como la colección AKAL sobre historia (los libritos cuadrados negros) con autores como nada menos que Geoffrey Parker, etc.

      Eliminar