EL ARCHIVO
Bienvenidos al Archivo, investigadores.
El artículo que presentamos hoy se publicó por primera vez en diciembre de 2019, en la revista virtual Figuras en Acción nº 21. Como de costumbre el texto es nuestro, pero las imágenes y logotipos que lo ilustran fueron tomadas de internet, de diversas fuentes, y pertenecen en todos los casos a sus respectivos autores (los cuales se indican cuando los conocemos).
Deben haber muy pocos niños que después de ver la película Gremlins no hayan deseado tener un mogwai. Yo contaba unos nueve o diez años cuando la vi por primera vez, y desde luego quería uno. No es extraño por tanto que cuando en 1998 Tiger Electronics (una compañía subsidiaria de Hasbro) sacó al mercado los Furby (unos raros pero simpáticos seres a medio camino entre un búho y un pingüino peludo, que recordaban bastante a la mencionada criatura) se vendieran muy bien a pesar de su elevado precio; treintaicinco dólares de la época. Mucho para un simple peluche.
Pero claro, no se trataba de simples peluches. Además de su candoroso aspecto, los furby tenían una particularidad que los hacía únicos: hablaban, escuchaban… y aprendían. Tenían de hecho un idioma propio (el Furbish) con el que parloteaban con la gente que tuvieran alrededor. Era un idioma muy limitado, formado por unas cuarenta sílabas que se repetían, pero podían combinarse componiendo frases.
Prestándoles atención, era posible entrever un patrón en la cháchara del furby y “traducir” lo que decían. Pero a medida que se jugaba con ellos, a medida que pasaban los días y las semanas oyendo hablar a la gente, los furby usaban menos el Furbish y más el idioma de su “familia adoptiva”. De este modo, llegaba un momento en que pasaba de preguntarnos -“¿U nye loo lay doo?” a -“¿Quieres jugar tú?”- o que abandonaba definitivamente el -“¿U nye boh doo?” para decirnos -“¿Qué tal estás tú?”- en cuanto nos veía tras despertarse. Parecía que se les podían enseñar palabras a base de repetírselas con frecuencia. Algunas nunca llegaban a cogerlas, pero ocasionalmente los esfuerzos de los niños eran recompensados cuando el animalito comenzaba a incorporar a su cada vez menos limitado vocabulario unas cuantas de las palabras que se le había estado repitiendo.
Además, pequeños juegos de engranajes internos hacían que abriera y cerrara los ojos a diferentes velocidades, con lo que podía desde parpadear, a cerrar los ojos lentamente como si se estuviera durmiendo, o abrirlos de golpe con sorpresa cuando lo llamábamos. Otros engranajes le hacían mover la boca al hablar, las orejas cuando nos escuchaba, y le permitían un desplazamiento limitado. Las sucesivas generaciones de furby fueron incrementando los colores del pelaje, cambiando ligeramente su aspecto y tamaño, produciendo variantes (como los furby bebé) y añadiendo aún más mecanismos que les permitían expresiones faciales. También se realizaron otras mejoras, como que dos furby de distintos dueños colocados uno en frente del otro hablaran entre ellos enseñándose mutuamente las palabras aprendidas por cada uno.
Los furby funcionaban con pilas de larga duración, y aunque tenían un interruptor de encendido y apagado, contaban con un “modo sueño” que hacía que, si no les dirigían la palabra o no los manipulaban durante un rato, se durmieran entrando en un estado de hibernación similar al de los ordenadores. Cuando esto ocurría, cerraban los ojos y algunos incluso bostezaban o daban un “¡Buenas noches!” antes de desactivarse.
Para reactivarlos se les hacía cosquillas o se les hablaba para llamar su atención. También se les podía dar órdenes, que a veces obedecían y otras no. Esto último era más frecuente si se les gritaba en lugar de hablarles, con lo que también se les podría atribuir un factor de educación social. Un sistema interno de almacenaje de memoria hacía que incluso si los apagábamos por una temporada o se les agotaban las pilas, no perdieran lo aprendido hasta el momento.
El año que se lanzaron al mercado las ventas no llegaron a los dos millones de unidades (aunque hay que considerar que lo hicieron en verano y su aparición en muchas jugueterías fue tardía, coincidiendo con la campaña de navidad), pero durante el año siguiente se vendieron más de doce millones, y durante el siguiente casi veintisiete millones, una progresión bastante significativa. Y si no se vendieron más, fue porque en cada una de estas ocasiones la demanda desbordó las previsiones, y las existencias se agotaron.
Esto a su vez disparó los precios de reventa. Los furby pasaron de venderse en tiendas por treintaicinco dólares a revenderse en mercadillos unos pocos meses después por más de cien. El futuro de los robots domésticos inteligentes parecía brillante contando con unos inicios como estos, y los dieciocho meses de investigación y desarrollo que Tiger había dedicado a la línea Furby demostraron haber valido la pena… hasta que el oscuro secreto de estos seres fue revelado.
De mogwais a gremlins
Desgraciadamente, al año siguiente a su lanzamiento el gobierno americano dio una voz de atención sobre estos inocentes robotitos: puesto que contaban con sistemas de micrófonos tanto para oír como para hablar, todo lo que se dijera en su presencia podía en teoría ser aprendido y más tarde repetido. Se les podía apagar, pero puesto que su “modo sueño” los hibernaba tras unos minutos de inactividad casi nadie se molestaba en hacerlo, y preferían dejar que se durmieran y despertaran “de forma natural” antes que estar encendiéndolos y apagándolos con la palanquita on/off. Esto significa, por supuesto, que los furby también podían dedicarse a oír a personas que no eran conscientes que este se encontraba en un rincón de la sala, “despertado” por una conversación que no iba con él, y que podía retener en su memoria algo de lo que se dijera.
Ante la posibilidad que los furby (que mucha gente llevaba de forma habitual a su puesto de trabajo en oficinas para que aprendiera más rápidamente) pudiesen ser empleados como una forma de espionaje industrial o militar, el gobierno prohibió el acceso de los furby en edificios oficiales como el Pentágono, la CIA, la Agencia Nacional de Seguridad o incluso los cuarteles y astilleros militares.
En todos estos lugares ya estaba prohibido el uso de móviles, grabadoras, cámaras de fotos o video, y cualquier otro elemento similar. La incorporación de los furby a los carteles donde se prohibían estos objetos debió ser tomada como una broma al principio por muchos de los trabajadores y visitantes, pero la cosa iba totalmente en serio. Había que andarse con cuidado... ¡los furby podían ser en realidad espías comunistas! Muchas instalaciones públicas como aeropuertos o salas de cine se hicieron eco de esto, y prohibieron también la presencia de estos hasta poco antes queridos personajes.
Se suele decir que incluso la mala publicidad es buena, pero en este caso no fue así. Aunque las ventas de los furby seguían en alza, también comenzaron a crecer las protestas sobre la posible vulneración del derecho a la intimidad que la presencia de un furby podía acarrear. La gente que seguía llevando sus furby al trabajo eran vistos ahora con suspicacia más que con simpatía. Muchos comenzaron a ser devueltos a las tiendas porque sus dueños ya no se sentían seguros con ellos paseándose por casa. Como ocurría en la película en la que quizá se habían inspirado, los furby se estaban transformado de inocentes mogwais a peligrosos gremlins.
Ante la creciente paranoia anti-furby, hacia finales del año 2.000 el presidente de Tiger hizo una declaración oficial revelando que la tan alabada Inteligencia Artificial de los furby era un error de concepto. Los furby no tenían capacidad de aprendizaje, si no un contador interno que avanzaba más rápidamente cuanto más se le hablara, independientemente de lo que se les dijera. Llegado a determinados puntos del contador, el furby añadía a su repertorio palabras que ya tenía preprogramadas (unas doscientas en total) o sustituía expresiones en Furbish por su equivalente en el idioma que en teoría estaba aprendiendo.
Estas palabras eran de uso muy común, de forma que resultaba casi imposible que alguna de las personas que tuvieran contacto habitual con el furby no las hubiese empleado delante de él alguna vez. Así se creaba la sensación de aprendizaje. Cuanto más se le hablaba, más rápido corría el contador (que estaba conectado a sus receptores de sonidos) y antes empezaba a incorporar las nuevas palabras. Pero estas palabras comunes eran independientes de lo que se le dijera o tratara de enseñarle. Un furby podía empezar a usar espontáneamente palabras como “cenar”, “soleado” o “bailar” aunque nos hubiéramos limitado a repetirle la palabra “xilófono” desde el momento de su activación, sin emplear ninguna otra.
Esto implicaba también que una vez esas doscientas palabras nuevas (que eran las mismas para todos los furby) se desbloquearan y quedaran incorporadas, el furby ya no “aprendería” nada más. También se concluyó que el motivo por el que obedecían menos si se le gritaba que si se le hablaba calmadamente, era simplemente porque las voces en un tono muy alto eran confundidas con ruidos accidentales y el furby no reaccionaba, y no porque se sintiera molesto por los gritos. Los furby no tenían ningún tipo de Inteligencia Artificial, personalidad ni sentimientos. En realidad, Tiger nunca anuncio (con esas palabras) que los furby estuvieran dotados de IA, pero es lo que los muñecos daban a entender, es lo el publico entendió, y antes de esa declaración nunca se hizo el menor esfuerzo por desmentir esa creencia, porque lo cierto es que les convenía que la gente pensara eso. Era bueno para las ventas.
Si bien todo esto tranquilizo al gobierno, que pocos meses después retiró la prohibición a los furby, mucha gente se sintió engañada, y con razón. Las esperanzas puestas en estos pequeños seres como base a los robots “con personalidad” tan habituales en las películas de ciencia ficción, se disiparon. La gente comenzó a olvidarse de sus furby, sabiendo ya que en realidad no podían enseñarles nada y que sus aparentes cambios de forma de ser obedecían a pautas preprogramadas sobre las que las acciones o actitudes humanas no tenían ninguna influencia.
A pesar de las considerables ventas del 2000, los polémicos furby fueron retirados del mercado durante cinco años, para calmar los ánimos de los compradores. Tiger no abandonó la línea Furby, si no que dedicó ese tiempo a replantearla e innovarla. En 2001 sacó a la venta una variante del Furby llamada Shelby, además de algunos furby temáticos con apariencia de Yoda, Gizmo, o E.T, pero dejando de lado por el momento su reconocible aspecto clásico y bajo el nombre genérico de “muñecos interactivos”, para que no se los relacionara directamente con estos.
Poco a poco la gente perdonó el “malentendido” y cuando una nueva generación furby salió a la venta en 2005 los consumidores se dejaron arrastrar de nuevo por estos juguetes a los que en el fondo echaban de menos, aunque la pasión que desataron antes del citado incidente nunca se volvió a repetir.
Durante los años siguientes los furby fueron “evolucionando”, añadiendo cada vez mayores innovaciones. Los nuevos modelos eran más emotivos y construían frases con mayor facilidad. Tenían también nuevas funciones. Si les ponías música, se balanceaban siguiendo su compás o la tarareaban, y cosas así. Luego llegó el reconocimiento de voz, y los furby acudían con mayor o menor entusiasmo cuando se les llamaba dependiendo de que miembro de la familia lo hiciera: cuanto más le hablara una persona concreta, con mayor rapidez respondía y más posibilidades había que obedeciera las órdenes que ésta le daba.
Tocados, pero no hundidos, los furby consiguieron mantenerse a flote más o menos bien hasta que las mejoras incorporadas en 2012 reavivaron la polémica. Los nuevos modelos carecían de la palanquita on/off. Tras su activación inicial ya no se podían apagar, y su memoria no podía ser borrada sin desmantelar el juguete. Se les podía desactivar quitándoles las pilas, claro, pero muy poca gente se molesta en hacer esto con sus juguetes electrónicos si va a estar usándolos a diario, más aun teniendo en cuenta que tapa de las pilas debía ser desatornillada y vuelta a atornillar cada vez.
Seguían contando con el “modo sueño” y la inactividad los hacia hibernar, pero sus nuevos receptores de sonido eran más sensibles y podía ocurrir que una voz o sonido causal les “despertara” y comenzaran a parlotear aunque nadie estuviera jugando con ellos. Mucha gente se quejó porque los furby se despertaban en mitad de la noche y se ponían a bailar o cantar, despertándoles a ellos. Los furby comenzaron a ser relegados cada vez con más frecuencia a armarios o trasteros, donde no molestaran, y cuando sus pilas se agotaron nadie se acordó de reemplazarlas.
Esto, unido al uso de nuevas tecnologías (los ojos eran ahora mini pantallas LCD en lugar de bolas de plástico, y contaban con funciones que se podían activar de forma remota desde un móvil) hicieron que muchos padres se horrorizaran al descubrir que sus hijas adolescentes tenían al furby de marras en una estantería de su dormitorio o encima de la mesita de noche mientras se cambiaban de ropa.
De nuevo en el punto de mira, un portavoz de Tiger anuncio que los ojos LCD de los furby tenían como objetivo resultar más expresivos, pero de ningún modo eran capaces de grabar ni mucho menos transmitir imágenes a móviles ni a cualquier otro medio. Hubo un descenso de ventas, y tras demostrar lo dicho a base despanzurrar unos cuantos furby y exhibir sus mecanismos ante un comité de expertos, la cosa volvió a calmarse. Pero durante unos días, la misma gente que poco antes había hecho cola para adquirir los nuevos furby con brillantes ojos LCD hizo colas igual de largas en las mismas tiendas para devolverlos.
Furbys del Más Allá
Periódicamente, en Norteamérica, surge un telepredicador o alguna fuerza análoga que culpa de todos los pecados y desgracias del mundo a algo en particular, y demasiado a menudo el blanco de sus iras son el juguete de moda en ese momento. Se ha acusado de satánicos a los juegos de rol, a los Pitufos, a Hello Kitty, a Elmo de Barrio Sésamo, a los Pokémon… Los furby, capaces de hablar, moverse, y dotados de sus nuevos ojos que brillaban en la oscuridad y podían simular enfado, tenían todos los números para convertirse en el juguete satánico de la temporada. Así, a los que afirmaban sentirse espiados por el furby de la casa se unieron los que afirmaban que éste les insultaba, se reía de forma diabólica, o amenazaba con asesinarlos. Una anécdota más en la dura vida de los furby.
El legado de los furbys
Actualmente los furby siguen vendiéndose (experimentan pequeños rebrotes de tanto en tanto) y pueden hacer todas las cosas que la gente creía que hacían cuando salieron a la venta por primera vez en 1998. Ahora sí aprenden las palabras que se les enseña (mediante apps oficiales que añaden lotes de palabras a su repertorio, así que nada de comprarse uno para intentar enseñarles palabrotas), ahora sí modifican su comportamiento según como se les trate, etc. Son más interactivos que nunca, pueden enfermar, se les puede curar y dar de comer (de nuevo mediante apps) pero eso hoy en día no impresiona como lo podía hacer veinte años atrás. Los modernos chatbots (programas que simulan conversar con el usuario) o incluso las apps de gestión de móviles como SIRI superan con mucho la capacidad de respuesta o aprendizaje de un furby. Aún así, si nos ceñimos a juguetes, todavía ninguno los ha superado en este aspecto.
¿Nos tomaron el pelo con los furby? ¿Nos hicieron hablarles durante semanas como bobos, creyendo que nos escuchaban e incluso que aprendían de nosotros? Si, puede ser. Y también puede ser que He-man solo fuera un muñeco de plástico y no el hombre más poderoso del universo, que los G.I. Joe no salvaran el mundo libre ni una sola vez, que los Dragon Fly no volaran de verdad, o que el rayo láser de Buzz Ligthyear fuese solo una lucecita roja. Puede que los furby nos tomaran el pelo, pero ¿realmente perdimos el tiempo jugando con ellos, teniendo en cuenta como nos sentíamos al hacerlo? Eso es algo que cada uno tendrá que responderse a sí mismo.
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