¡ALERTA DE EXPOILERZ!
Durante la
década de los 80 y hasta mediados de los 90, uno de los temores más comunes de
la gente era la posibilidad de una guerra nuclear. Era un temor que ya venía arrastrándose de décadas anteriores, pero los 80 fueron su punto álgido. La paranoia que llegó a
crearse en torno a este tema fue mayor que la que pueda haber hoy en día, a
pesar que actualmente hay muchos más países con arsenales atómicos. Con el paso
del tiempo hemos sabido que, durante la Guerra Fría, al menos en dos ocasiones
el protocolo de ataque fue activado, los misiles se armaron para ser
lanzados, y en el último instante el responsable de efectuar la primera tanda
de disparos decidió no llevarlos a cabo y abortar todo el proceso. Posteriormente
se comprobó que, en ambos casos, el protocolo de ataque se activó… ¡por error!
Literalmente,
hermanos y hermanas, nos salvamos por los pelos.
La
globalización, que tanta gente denuesta, ha creado sin embargo un mundo tan
interconectado que la posibilidad de una nueva guerra a escala mundial, o un
enfrentamiento atómico entre varios países, es mucho menor que antes.
América y China, por ejemplo, por muy mal que se lleven en el terreno político, tienen economías mutuamente dependientes. Si uno de estos países lanzara un ataque atómico contra el otro, tan súbito e implacable que lo aniquilara por completo (y así evitar un igualmente devastador fuego de réplica) el país “vencedor” se vería sumido en una depresión económica brutal. Su población se dividiría por la atrocidad cometida por su gobierno, provocando también una rápida degeneración social y política. Y a esto habría que sumarle el rechazo que ese país recibiría por parte del resto del mundo, tanto por la enormidad de las bajas causadas como por el catastrófico daño ecológico y medio ambiental, que indirectamente, también dañaría de gravedad a los no implicados.
América y China, por ejemplo, por muy mal que se lleven en el terreno político, tienen economías mutuamente dependientes. Si uno de estos países lanzara un ataque atómico contra el otro, tan súbito e implacable que lo aniquilara por completo (y así evitar un igualmente devastador fuego de réplica) el país “vencedor” se vería sumido en una depresión económica brutal. Su población se dividiría por la atrocidad cometida por su gobierno, provocando también una rápida degeneración social y política. Y a esto habría que sumarle el rechazo que ese país recibiría por parte del resto del mundo, tanto por la enormidad de las bajas causadas como por el catastrófico daño ecológico y medio ambiental, que indirectamente, también dañaría de gravedad a los no implicados.
Todo esto conllevaría cierre de fronteras, ruptura de las relaciones diplomáticas, de acuerdos comerciales, o negación de eventuales ayudas de ningún tipo, de todos los países del mundo hacia el atacante. En pocas palabras, la tan vilipendiada globalización
ha hecho más por evitar un holocausto atómico que todos los filósofos, acuerdos
de desarme, y nobeles de la paz juntos.
Pero en los 80 aún no era sí. Los que crecimos en esa época veíamos la guerra atómica como algo
más que probable. En realidad, hubo una breve época en que parecía casi inevitable, una cuestión más de
“cuando ocurrirá” que de “si ocurrirá”. Y hasta yo, siendo todavía un crio, me daba cuenta de eso.
Recuerdo un articulo en una revista de la época en la que se veía un dibujo un tanto caricaturizado de un misil con la bandera americana y otro con la bandera rusa, cruzándose en el aire justo sobre España, acompañando un gran titular que preguntaba "¿Quién disparará primero?". Era algo que ya casi se daba por hecho. Esta mentalidad es la que había dado lugar a la
creación de la OTAN, y también fue la que nos proporcionó las mejores películas y novelas construidas en torno a
una guerra atómica o a sus consecuencias.
El (a la vez) bello y terrorífico final
de 70 minutos para huir, o sin ir más lejos la secuencia de la destrucción de la ciudad de Terminator 2 (que está
considerada por los expertos en el tema como la representación más realista del
efecto de un arma atómica sobre una población vista en el cine) son una buena
prueba de ello.
Grandes obras
que, al igual que este librito, escrito en el 82 (mientras todo el mundo, y
especialmente los españoles centraban su atención en los mundiales de futbol) daban voz a todo ese miedo que no era para nada tan exagerado ni descabellado como pueda parecer ahora. Y fueron también películas y libros como este los que dieron
a conocer al gran publico cuales serían los efectos reales de una guerra atómica,
porque la información oficial que los gobiernos nos proporcionaban al respecto era
escasa y simplista. Las armas atómicas a menudo eran presentadas como bombas
muy potentes capaces de destruir una ciudad entera. De los efectos persistentes
de la radiación, las mutaciones genéticas, esterilidad, cáncer, leucemia,
tumores, hemorragias internas, ceguera, necrosis, fallo renal, daño
cromosomatico y un largo etcétera, nos enteramos por medio de nuestros amigos
los libros.
Los últimos
niños es uno de esos títulos escritos para concienciar de
esto a la gente. El protagonista es Roland, un chaval alemán de doce años al
que la caída de las bombas sorprende en la carretera, yendo en coche junto a sus
padres y hermanas. El estar en tránsito, a medio camino entre una ciudad y
otra, es lo que les salva… por así decirlo. Todas las grandes ciudades han sido
destruidas en un único y devastador intercambio de disparos generalizado entre
las superpotencias.
La familia
consigue llegar hasta el pueblo de los abuelos. Al no ser un centro urbano
importante, no ha recibido un impacto directo. Aún así está arrasado. La onda
expansiva y la ola de calor generada por la destrucción de una ciudad cercana (en
términos de armas atómicas “cercano” puede ser algo situado a 15 o 20 kilómetros
del punto de impacto) ha arrancado los techos de las casas y provocado numerosos
incendios. La mayor parte de los habitantes no saben que ha ocurrido, y los que
lo sospechan, no quieren creerlo. Aún sin haber sido atacado, el pueblo es un
caos de llamas, escombros, y gente aplastada o malherida, sin agua ni
electricidad, y con el pequeño hospital local rápidamente desbordado.
Al día siguiente
comienzan a llegar supervivientes de otros pueblos vecinos, más cercanos a los
puntos de impacto. Gente cegada, quemada hasta el hueso, con la piel derretida y
envenenados por la radiación. Docenas de
personas el primer día, cientos el segundo, vagando por las calles suplicando
agua y atención médica. Y no podemos culpar a los protagonistas por negársela,
por fingir no verlos y encerrarse en su casa.
Casi todo el
libro es una descripción de lo rápido que degenera la sociedad y la calidad de vida en caso de una catástrofe. Los supervivientes vuelven a una segunda Edad
Media en la que la radiación sustituye a la Peste Negra. Los intentos que
algunos inician de acoger y ayudar a los heridos pronto son abandonados, pues
no tardan en haber muchos más enfermos que sanos. El hacinamiento
y la falta de higiene desencadena el tifus, aumentando el número de muertes. Como
en la Edad Media, los carros de los muertos pasan por las calles que aún son
transitables preguntando puerta por puerta si tienen muertos en casa, para llevárselos
a las afueras y lanzarlos a fosas comunes o apilarlos y quemarlos.
Sin más objetivo
que sobrevivir, la existencia de los protagonistas se reduce a un ir y venir en busca
de agua y comida. Sabiendo que casi todo lo que consumen, así como el mismo
suelo que pisan y el aire que respiran está irradiado, empiezan a darse casos
de suicidio y nadie da importancia a los asesinatos. El relato nos arrastra
hasta un final en el que los pocos que logran aguantar tres o cuatro años se
medio adaptan a esa forma de vida. Hay varios nacimientos después de las bombas,
pero un enorme numero de ellos son ciegos, o tullidos. A la mayoría
de estos se los mata por no resultar útiles en una nueva sociedad en la que
todos deben aportar algo y no puede desperdiciarse ni una migaja con un niño
que a los cinco años no sea ya capaz de trabajar duro de sol a sol.
En una nota postrera,
la escritora se disculpa por su falta de realismo a la hora de retratar los
efectos de una guerra atómica… al haber descrito un mundo mucho menos cruel y
letal de lo que debería, porque necesitaba justificar que alguno de los
protagonistas sobreviviera más de un año, para hacer las veces de narrador.
Los últimos
niños. 1983. Gudrun Pausewang. La joven colección. Lógez Ediciones.
He dejado de leer cuando llegan al pueblo de los abuelos para no spoilearme el final. Parece interesante lo apunto para leer.
ResponderEliminar70 minutos para morir es verdad tiene un final bastante bueno. Sobre la guerra nuclear también están la genial "El día después" y la emotiva "La playa".
PD1: Hasta 16 veces se uso el teléfono rojo para evitar el conflicto nuclear.
PD2: Stanislav Petrov fue el hombre que nos salvo de la destrucción. Leete su historia es apasionante (la película juegos de guerra fue visionaria).
PD3: La destrucción de Los Ángeles en T2 les quedo tan bien por que para hacerlo más realista rellenaron vehículos y edificios (era una maqueta de 10 metro o mas) con muñecos, así daba un efecto mas realista.
"La playa" no me suena. Conozco la de DiCaprio, aunque obviamente no te refieres a esa. Me informaré. De Petrov leí algo hace mucho tiempo, pero lo volveré a buscar.
EliminarEl riesgo de un conflicto nuclear, es algo que afortunadamente ha descendido desde la época Reagan, pero sigue estando presente. Los gobiernos afirmaron en su momento que los protocolos de disparo automático (que los había) se han descartado totalmente, porque se descubrió que desastres naturales como un terremoto especialmente potente podía ser interpretado por los ordenadores como el estallido de varias armas atómicas sobre territorio nacional, y desencadenar un ataque contra objetivos prefijados. Incluso muchos de los sistemas de lanzamiento remoto por ordenador se han descartado, por miedo a los hackers. En teoría ahora todo el proceso de disparo depende de varios operadores humanos y de llaves de activación físicas, pero eso no quita que el riesgo de una cadena de fallos, ordenes erróneas o expresamente falsas siga existiendo. ¡Cosas más raras han pasado! Afortunadamente, la historia ha demostrado que a menudo la gente común es mucho más inteligente y consciente que sus gobernantes. Cuantas más personas intervengan en la secuencia del disparo, menor será el riesgo de que este se produzca.