Antes que nada, aclarar que este relato no es un fanfic de Avatar.
Lo escribí en 2002,
cinco o seis años antes de la película Avatar,
y no tiene nada que ver con ella.
El termino Avatar está usado aquí en su
verdadero significado, es decir, una persona que es poseída por la voluntad de
un dios, que de este modo actúa en la Tierra a través de un cuerpo prestado,
que puede llegar a manifestar parte de los poderes asociados a ese dios.
Es un
relato antiguo y un tanto ingenuo. Sed tolerantes con él ^_^
Casi todos han muerto ya. Pronto me tocará a mí.
Ese infernal monstruo mecánico está yendo de un
compartimiento a otro, electrocutando a todo ser viviente que encuentra. Bien nos la jugó ese perro de Weirdman. Su maldito súper robot echa abajo las
compuertas blindadas como si fueran paredes de papel de arroz.
No hay forma de pararlo. Hemos probado con
pistolas, con granadas, y con algunas bombas incendiarias rudimentarias que
confeccionamos a toda prisa… y nada. He visto incluso a alguien golpearlo
con una palanca de hierro. Ridículo.
Pero no tenemos nada más.
Abajo en los almacenes tenemos, o eso creo
recordar, media docena de afustes anticarro de disparo único.
Pero no podemos llegar hasta ellos porque eso
implicaría cruzarnos con la máquina de Weirdman en los corredores, y su
puntería es infalible.
Por otra parte, no creo que lográramos ni rayarlo.
Quizá con una de sus propias armas eléctricas… pero
no creo que esté dispuesto a prestárnoslas ¿verdad?
No. No lo creo.
Me pregunto si estará ocurriendo lo mismo en el
resto de refugios. Desde que el gobierno aprobó el proyecto de Weirdman, todos
los refugios antiatómicos como este cuentan con uno de sus androides como
equipamiento estándar.
¡Ja! ¡Menudo tipo, Weirdman! ¡Que bien que nos la jugó
el muy cabrón!
Si. Seguramente está ocurriendo lo mismo en todos
los refugios.
Espero que tengan más suerte que nosotros. Que
dispongan de… no sé… de algún medio para destruirlos. Pero los androides de
Weirdman, al menos éste, no parecen ser vulnerables a nada. Weirdman los diseño
bien, a prueba de fallos, como todo lo que hacía.
En una ocasión echó de su equipo de trabajo a uno
de los técnicos en cibernética mas cualificados del mundo… ¿Cómo se llamaba? No
lo recuerdo. Pero no lo echó porque hiciera mal su trabajo, porque equivocara
algún cálculo, o fallara una estadística. No… lo echó porque lo vio corregir
una palabra que había escrito mal en un crucigrama durante sus horas de
descanso.
Una palabra mal. En un crucigrama.
Porque no toleraba los errores.
Era uno de los mejores en su campo. Quizá por
debajo únicamente del propio Weirdman. Y lo echó sin pensárselo. Weirdman
estaba considerado como la mayor mente humana que jamás había existido.
Inteligente hasta lo irreal. Prácticamente todo el proyecto de los refugios
dependía de él. Y con la inminencia de la guerra, y la certeza que nadie
sobreviviría a ella sin su trabajo, le bastaba chasquear los dedos para que el
Presidente se arrodillara a lamer sus escupitajos.
Quizá estaba loco. Quizá era maniático, paranoico,
o se había endiosado. Defectos comunes a las grandes mentes. La cordura como
precio a la genialidad. Sucede a menudo.
Y, sin embargo, el día que los misiles fueron
lanzados, el refugio que tenia asignado lo dio por falto en el recuento. Se
suponía que llevaba ya meses recluido allí. Que incluso se había dado
instrucciones en secreto a los guardias de impedirle abandonarlo, se pusiera
como se pusiera. Pero él debía saberlo, y debía tener prevista una forma de
salir a pesar de los guardias, la vigilancia electrónica, las compuertas
selladas, y los kilómetros de túneles. Era Weirdman, al fin y al cabo.
Si tenia planeado salir, nadie en el mundo podía
hacer nada al respecto que él no fuera a su vez capaz de prever, estudiar y
contrarrestar.
Así que, de algún modo, mientras las bombas
empezaban a caer, él abandonó nadie sabe como un refugio sellado a cal y canto
y le dio la bienvenida a la ola de destrucción con los brazos abiertos
Desde que comenzó la Tercera Guerra estuvimos
esperando este momento, el día de la activación de su androide. Ha
permanecido inactivo hasta hace poco más de una hora. Su cerebro
electrónico estaba conectado a los ordenadores de la base, aprendiendo de
ellos. El doctor Weirdman vaticinaba en sus informes que los propios
ordenadores los programarían y activarían llegado el momento.
Durante dos semanas hemos sufrido lo indecible en
estos subterráneos perfectamente asépticos y seguros, con miles de toneladas de
alimentos almacenados y sin nada más que hacer que comer, dormir, y mantener
los ojos pegados a las pantallas desde las que nos llega información vía
satélite sobre la completa extinción de toda la vida del planeta.
Einstein decía que no sabía con que armas se
libraría la tercera Guerra Mundial, pero que la cuarta sería a base de palos y
piedras. Una previsión demasiado optimista, me temo. Einstein no podía ni
imaginar la escala a la se llevaría a cabo esta guerra.
Porque a la cantidad y tipo de las armas empleadas
en la contienda hay que añadir el efecto multiplicador provocado por el
estallido de las centrales nucleares, objetivos prioritarios de los bombardeos.
La lluvia ácida y las nubes radioactivas han llegado a cada rincón del mundo
gracias al patrón de dispersión de los vientos. La ola de calor atómico ha
acabado de consumir lo que quedaba de la capa de ozono, y derretir los polos, y
otro treinta por ciento de los continentes ha quedado sumergido bajo un mar
hirviente y venenoso. De lo que queda en la superficie, ninguna estructura
artificial de más de un metro de altura sigue en pie. Solo quedan ruinas
incendiadas y aplastadas. El propio suelo está irradiado, tan saturado de
uranio, cadmio, bario y otros elementos pesados, que nada crecerán en él en los
próximos cien mil años, década más o menos.
Tal como Weirdman predijo. Y como siempre, sus
previsiones se van cumpliendo infaliblemente.
Y esto sin contar con el invierno atómico, que aún
está por llegar, y que cubrirá el mundo de un manto de nieve negra y
cancerígena e impedirá que la luz del sol llegue hasta nosotros, al menos, y en
el mejor de los casos, durante tres siglos.
Pero esas son las consecuencias de una guerra
nuclear a escala mundial, y hace mucho que lo sabemos: una reacción en cadena
sin fin, un bucle eterno de calamidades en el que cada catástrofe provocará a
continuación otra mayor, hasta que el propio planeta no aguante más y comience
a deshacerse, desprendiendo trozos de la corteza en cada rotación.
No sólo por estadística o porque así lo indiquen
los satélites, sino que… por pura lógica… no puede quedar ya ni un solo soplo
de vida en la Tierra. Tan solo nuestros compatriotas se han salvado en
refugios como el nuestro. Es decir, la minúscula fracción de la población que
disponía de refugios adecuados.
Cuando creamos las Excavadoras, armas capaces de
abrirse paso entre cientos de metros de piedra, acero y hormigón antes de
estallar, pensé “Muy bien, por mucho que esos cerdos se escondan en sus
refugios de mierda, en sus países de mierda, recibirán su buena ración de
átomos igualmente”. El saber que, si llegábamos a esta situación,
nuestros enemigos serían exterminados, aunque contaran también con refugios
como los nuestros siempre me tranquilizó de algún modo. Que gran error.
Ojalá no las hayamos llegado a utilizar. Ojalá que
nuestros enemigos estén todavía vivos… Dios santo… ¡Ojalá quede alguien, quien
sea, vivo en el mundo después de hoy! Porque mucho me temo que todos los
que, como nosotros, están encerrados en un refugio con uno de los androides de
Weirdman, tienen las horas contadas.
Ya oigo sus pasos. El crujiente chisporroteo de sus
disparos resuena como una larga carcajada triunfal, pero también como un llanto
desesperado. Es la alegría de su creador por ver su gran obra en
funcionamiento, y la amargura que siente por todo lo que ello implica. El gran
doctor Weirdman, el genio que ni cometía ni toleraba los errores, que planificó
y supervisó personalmente todo el proceso. ¡El gran doctor Weirdman! ¡El
responsable de poner un androide en cada refugio!
Realmente… creímos todos sus argumentos.
La idea de un robot trabajador e incansable parecía
magnifica.
Capaz de realizar cualquier tarea, de avanzar entre
ruinas e incendios, de salir al exterior sin preocuparse por la radiación, en busca
de cualquier cosa que necesitáramos. Y en última instancia, de actuar como leal
soldado si el refugio era invadido por “el enemigo”. “El enemigo”. Como si
fuera a quedar alguno.
Y sí… camina entre las llamas más fácilmente que
Cristo sobre las aguas. Camina entre el fuego… y entre disparos y
explosiones, y a través de muros de metal y pelotones de soldados, y…
Y es imparable, Dios nos asista.
Cuando se activó y comenzó a moverse, aplaudimos y
vitoreamos. Llevábamos mucho tiempo esperándolo. Habíamos pensado incluso hacer
una fiesta. “El Día de la Activación” o algo así.
Pero cuando desplegó sus armas y empezó a freírnos
con ellas, cuando sus generadores internos le proporcionaron los miles de
kilowatios necesarios para disparar contra nosotros sus rayos, solo pudimos
gritar y correr.
Ahora está al otro lado de esa compuerta, y me va a
matar. La echará abajo como ha echado abajo todas las otras, y los acumuladores
de sus brazos proyectarán contra mí una descarga brillante, zigzagueante y letal
como las que Zeus empleaba para castigar a los que le decepcionaban. Moriré
fulminado por un rayo en un planeta en el que jamás volverá a haber nubes de
tormenta… ¡qué gran final!
Al principio creí que el ataque del androide se
debía a un fallo de diseño… un cortocircuito… que funcionaba mal, que sé yo.
Pero está claro que no es así, porque el doctor
Weirdman no cometía errores. Ni permitía que sus subordinados los cometieran.
Y es por eso por lo que debimos darnos cuenta desde
el principio de que algo así iba a ocurrir. Su intención al colocar los
androides en los refugios nunca fue ayudar a los supervivientes de la Tercera
Guerra.
Su intención fue asegurarse que, tras ésta, no
quedara nadie capaz de cometer tal colosal error por cuarta vez.
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