EL TEMPLO DE LOS PERGAMINOS ¡ALERTA DE EXPOILERZ!
Presentado por… el profesor Plot.
Saludos, ávidos lectores.
Vamos con la segunda parte del libro de cuentos de Andersen. Otros cinco
cuentos de uno de los mejores escritores de cuentos de todos los tiempos, que se dice pronto. Si aún no habéis leído la primera parte, podéis hacerlo pulsando aquí.
El soldadito de plomo (Den standhaftige Tinsoldat, 1838). Un niño
recibe como regalo de cumpleaños una colada de veinticinco soldaditos de plomo.
A uno de estos le falta una pierna porque el plomo escaseó a la hora de
moldearlo. Pese a esta especie de discapacidad de nacimiento, se mantiene tan
firme sobre su peana como el resto. Por la noche, cuando nadie les mira (y como
todos sabemos, en el fondo) los juguetes cobran vida y el soldado cojo se
enamora de una frágil bailarina de papel y lentejuelas que forma parte de los
personajes de un castillo recortable.
Mientras todos los otros juguetes bailan
y se divierten, el soldado y la bailarina se limitan a mirarse uno al otro. En la habitación hay también un duendecillo malicioso que vive
dentro de una caja de rapé de pega, y está molesto por la atracción mutua que
parece haber entre ambos. Le dice al soldado que se aleje de la bailarina, y al
apartarse este un poco para no meterla a ella en problemas, queda junto a la
ventana. Poco después los niños de la casa entran en la habitación
revolviéndolo todo y el soldado cae a la calle.
Allí otro par de niños lo encuentran sobre los adoquines y lo
ponen al mando de un barquito de papel que arrojan a una acequia. La corriente
del agua lo arrastra hasta las alcantarillas (donde una rata lo persigue
reclamándole un peaje) y finalmente desemboca en el mar, donde el barco se
deshace. El soldadito se hunde y un pez se lo traga. El pez termina en una
lonja donde una mujer lo compra y lo lleva a su casa. Al abrirlo para cocinarlo
encuentra entre sus tripas al soldado. La casa resulta ser la misma a la que
fue llevado como regalo en primer lugar, y el soldado y la bailarina se
reencuentran. Sin embargo, el niño no quiere a ese soldado incompleto y lo
arroja a la estufa para que se funda. En ese momento una puerta se abre y se
forma una corriente de aire, que la bailarina de papel aprovecha para dejarse
arrastrar a las llamas junto con el soldado. Cuando la criada limpia las
cenizas de la estufa a la mañana siguiente, encuentra entre estas un diminuto
corazón de plomo y, fundida a este, una lentejuela.
El soldadito, nacido cojo, encarna la idea de que mucha gente comienza
su vida ya con limitaciones, pero lo que define al individuo no son éstas sino
la fortaleza con la que se enfrenta su destino. La bailarina de papel podría
representar la fragilidad del amor, difícil de alcanzar y de mantener. Su unión
final en el fuego, unidos en la destrucción ya que no pudieron estarlo en la
vida, es triste pero también es su momento de plenitud. Se consumen juntos,
como si el verdadero amor solo pudiera alcanzarse a través del sacrificio (esfuerzo)
mutuo.
Fijaos además que es un final muy similar al de El príncipe feliz
de Oscar Wilde, escrito cincuenta años después. Del soldado y su amada bailarina
solo queda un corazón de plomo y una lentejuela, y de la estatua del príncipe y
su amiga la golondrina solo queda un corazón de plomo y el cadáver del ave.
Estoy convencido de que Wilde no solo era lector sino también admirador de
Andersen, porque el estilo de sus cuentos es muy similar.
La campana (Klokken, 1845). Este nos habla de una ciudad
en la que la gente oye sonar a diario una campana, pero no es la de la propia
catedral de la urbe, sino lo que se han acostumbrado a llamar «la campana de la
tarde». Es un tañido apagado que llega desde la lejanía, como si hubiese una
segunda catedral perdida en medio del bosque que se ve desde las ventanas más
altas. Nadie sabe con certeza de dónde proviene, pero el tañido es profundo y
solemne. La gente de la ciudad lo comenta, pero nadie se atreve a internarse
demasiado en el bosque para descubrir su origen, así que deciden hacerlo en
grupo: toda la población se pone en camino hacia el bosque cada uno con los
medios que se puede permitir. Pero una vez en el bosque, y dado lo denso que es
este y lo difícil que es el terreno, muchos se desaniman y empiezan a darse la
vuelta. Además, mientras están en el bosque, la única campana que se oye es la
que viene de la ciudad. Un confitero, con buen ojo para los negocios, aprovecha
la situación para montar ahí mismo un pequeño puesto de venta de pastelillos,
del que cuelga a modo simbólico una campana, previendo ya que se va a convertir
en un lugar de peregrinación habitual para la gente del pueblo.
La noticia de la misteriosa campana del bosque llega hasta el Emperador,
que ofrece a modo de recompensa el título de Campanero Universal a aquel que
resuelva el misterio. Esto hace que mucha más gente vuelva al bosque en un
intento de encontrar la campana. Lo más parecido a una campana que
encuentran es un búho que vive dentro de un árbol hueco y golpea su cabeza
repetidamente contra el tronco, creando un tañido seco que en nada se parece al
que se escucha desde la ciudad. A consecuencia de esto, es el búho (y no la
persona que lo encuentra) el que recibe el título de Campanero Universal.
Poco después, en una ceremonia de confirmación, el párroco anima a los
niños que han pasado por el rito a ir al bosque a ver si son ellos los que
encuentran la campana, contando con el pequeño empujón extra de la bendición
que acaban de recibir. Un grupo de niños se adentra así en el bosque llegando
hasta la caseta del confitero, considerada algo así como la frontera más allá
de la cual es peligroso ir. Algunos niños se detienen aquí, otros continúan. El
camino es duro y esto hace que varios vayan retirándose del reto y el grupo sea
cada vez más reducido. Finalmente solo quedan dos niños: un príncipe, vestido
elegantemente con sedas y buenos zapatos, y el niño más pobre de la ciudad,
vestido con harapos y zuecos de madera.
Aún no han encontrado el origen del tañido misterioso y ante ellos el
camino se divide en dos: hay un camino que parece más fácil y despejado que se
desvía hacia la izquierda, y otro más difícil y peligroso que se desvía hacia
la derecha. El niño pobre toma la decisión de ir a la derecha, quizá porque
sabe que el príncipe, más delicado, no resistirá un desafío como ese y
terminará destrozándose su bonita ropa en el proceso. Cada uno por su camino
terminan por converger en un mismo lugar elevado, una cima desde la que se
contempla el glorioso mar y en el que las estrellas del cielo, puesto que ya ha
anochecido, parecen al alcance de la mano.
Están rodeados de la más exuberante vegetación y de los árboles más
altos, y entonces comprenden que el tañido de la catedral de la que provenía el
sonido es la propia naturaleza en su máximo esplendor, pura y poderosa. Los
árboles son las columnas que sostienen la bóveda celeste y los pájaros son su
coro. El tañido de la campana es la armonía del mundo mismo. El cuento termina
con la revelación de que la campana que todos oyen a lo lejos, como si les
llamara, no está hecha por manos humanas ni colgada en una torre. Es el
espíritu que vibra en la naturaleza, accesible solo a quienes se esfuerzan en
buscarlo sin importar su condición social, de ahí que sean un príncipe y un
mendigo los únicos que llegan hasta el final.
Los cisnes salvajes (De vilde svaner, 1838) Un rey
viudo se vuelve a casar, pero escoge mal a su nueva esposa; esta resulta ser
una bruja, que inmediatamente piensa en deshacerse de cualquier persona que
pueda competir con ella en recibir la atención y regalos del rey. Esto la
impulsa a deshacerse de los once hijos y una hija de su anterior matrimonio. A los once hijos les lanza una maldición y los convierte en cisnes
salvajes, que se márchan volando del castillo.
A la hija, Elisa, demasiado pura
para ser afectada por maldiciones, la embadurna con diversos mejunjes hasta
volverla irreconocible. Su propio padre, al verla, ignorando que es ella y
todavía amargado por la repentina desaparición de sus otros hijos, ordena que
la expulsen de sus dominios.
Elisa pasa así mucho tiempo en el bosque. Se lava en el río hasta
recuperar su aspecto normal y se alimenta a base de frutas silvestres. La vida
a la intemperie y el valerse por sí misma la enseñan a ser fuerte. Un día se
cruza con una anciana que está recogiendo moras y esta le dice que vio a once
cisnes blancos cerca de un arroyo. Elisa sigue el arroyo buscándolos hasta
llegar al mar, y encuentra once plumas blancas cubiertas de gotitas de rocío (o quizá lágrimas derramadas), dejadas allí como una especie de señal. Esa misma noche,
buscando por los alrededores, encuentra a sus once hermanos en forma humana
bañándose en un lago. Estos le explican que por la noche vuelven a sus formas
humanas, y al salir el sol retoman su forma de cisne, en la que no pueden
hablar. Temiendo que la reina ordenara cazarlos para deshacerse definitivamente
de ellos, se ocultan en un reino al otro lado del mar. Para llegar hasta ahí
necesitan volar durante dos días enteros, haciendo escala a medio camino para
pasar la noche en un simple peñasco que emerge de las olas, donde reposan con
sus formas humanas, ateridos de frío. Como además dependen de las horas de sol
para mantener la forma de cisne, solo pueden hacer este viaje en los solsticios
de verano, en que los días son más largos y las noches más cortas. Ahora que se
han encontrado, planean volver a ese reino más seguro en el próximo solsticio
llevando a Elisa con ellos.
El viaje sobre el mar es largo y lleno de dificultades. El tener que
transportar el peso extra de Elisa (a la que llevan en una gran cesta de
mimbre) hace que los hermanos se agoten más rápidamente de lo normal y hay
momentos en que da la impresión de que no van a poder llegar ni tan solo al
islote que utilizan como punto de descanso. Pese a todo, finalmente alcanzan la
lejana costa y se refugian en una cueva. Allí Elisa tiene una visión en la que
un hada, sospechosamente parecida a la anciana que encontró antes recogiendo
moras, le explica cómo puede romper la maldición que pesa sobre sus hermanos.
Deberá confeccionar once cotas de malla tejidas no con metal, sino con ortigas
espinosas de las que crecen en la entrada de la cueva. Solo hay otro lugar en
el que crezcan esas ortigas: los cementerios. Deberá arrancarlas sin más
herramientas que sus dedos, pisarlas con los pies descalzos hasta convertirlas
en fibras y con esas fibras tejer las cotas de malla. Cuando las once estén
terminadas bastará con que entren en contacto con sus hermanos para que la
maldición se rompa. Pero para que la magia funcione es necesario un sacrificio
adicional: desde el momento en que acepte la tarea, Elisa no podrá pronunciar
palabra hasta que la maldición se haya roto. Si habla, sus once hermanos
morirán fulminados al instante. Elisa acepta y comienza a arrancar ortigas. El
contacto con ellas le abrasa la piel y se la llena de magulladuras, pero se
esfuerza en no emitir ni una sola queja. Sus hermanos le preguntan qué le
ocurre y por qué no habla, pero ella no puede responderles. Comprenden que hay
un hechizo implicado y la dejan continuar.
En cuanto sale el sol, se convierten de nuevo en cisnes y salen volando
de la cueva. En ese momento pasa por allí un rey con su montería. Ve a Elisa y,
pese a sus harapos, la considera un prodigio de belleza. Como ella no contesta,
supone que es muda y huérfana, y decide llevarla a su castillo. El tiempo pasa
y el rey se enamora de Elisa. Ella también se enamora de él, pero solo puede
expresarlo con sonrisas y miradas. Se celebra una boda en la que únicamente el
rey pronuncia el «sí quiero» y a ella se le da por sentado porque creen que no puede hablar. Elisa acude altar con guantes de seda para ocultar sus
manos destrozadas por las ortigas.
Cada noche, cuando su esposo duerme, abandona
el lecho para seguir tejiendo las cotas de malla. Al quedarse sin fibras, se ve
obligada a ir al cementerio. Allí se encuentra con un grupo de lamias desenterrando
cadáveres para comérselos, pero pasa junto a ellas rezando mentalmente una oración que las
mantiene a raya. Recolecta ortigas y regresa al castillo. Su visita nocturna al camposanto no pasa desapercibida, despierta sospechas y el arzobispo la acusa de brujería. El rey duda, pero
finalmente cede a la presión y deja que el pueblo decida. La multitud, movida
por superstición y envidia, sentencia que debe morir en la hoguera.
Cuando los guardias la apresan, Elisa se aferra a las cotas ya tejidas y
a las fibras que aún conserva. A la mañana siguiente es llevada a la plaza
pública. En ese momento tiene diez cotas terminadas y trabaja desesperadamente
en la última, incluso mientras la conducen al cadalso. El verdugo se dispone ya
a atarla al poste cuando once cisnes sobrevuelan la plaza. Elisa les arroja
las cotas y, al entrar en contacto con ellas, sus hermanos recuperan su forma humana,
apareciendo con estas puestas. Solo el más joven conserva un ala de cisne en
lugar de un brazo, porque su cota fue la última en ser confeccionada y estaba tejida
apresuradamente.
La maldición se rompe y Elisa puede hablar al fin. Proclama su inocencia
y cae desmayada en brazos de sus hermanos. El rey acepta las explicaciones que
se apresuran a dar estos y, como confirmación divina de que lo que dicen es
cierto, el madero y los troncos destinados a quemar a Elisa se transforman en
un inmenso rosal que florece en medio de la plaza.
Aquí el tema principal es el amor fraternal. Las ortigas urticantes y la
necesidad de trabajarlas solo con manos y pies simbolizan el dolor y las
penalidades que hay que afrontar para alcanzar los objetivos. El silencio
impuesto a Elisa podría representar la disciplina y la fuerza de voluntad
necesarias para ello. Llama la atención que no haya venganza contra la
madrastra: quizá para mostrar que la verdadera victoria y venganza contra los
que nos hicieron daño es alcanzar la felicidad, no necesariamente acabar con ellos.
La abuela (Bedstemoder, 1845). Esto no es realmente un
cuento, sino una descripción breve y poética de la figura de una abuela anónima
a través de los ojos de un niño que la ve como símbolo de ternura y sabiduría. Para un niño muy
pequeño que todavía no tiene claros los vínculos familiares ni las genealogías,
«la abuela» es simplemente esa persona que cuenta historias, canta nanas,
guarda recuerdos y objetos antiguos como si fueran tesoros. Alguien que siempre está allí para cuidarle y entretenerle incluso cuando sus padres, por trabajo o compromisos sociales, no están en casa. No hay una trama
como tal, sino que se centra en crear una, llamémosla, atmósfera emocional en torno a la
figura de la anciana. Ella representa la seguridad del hogar, el puente entre
generaciones.
Cuando muere lo hace sin dramas, con la serenidad de una persona que ya
ha cumplido sus objetivos en la vida: formar un hogar, tener hijos y criarlos
hasta que estos han sido capaces de valerse por sí mismos e incluso llegar a
formar sus propias familias. En el fondo es una reflexión sobre el paso del
tiempo, un homenaje a la vejez y a la importancia de los mayores en la vida
familiar, mostrando cómo su presencia deja una huella imborrable. Es un texto
muy breve pero cargado de esa sensibilidad tan especial que tenía Andersen.
Aunque aquí se lo ha titulado «La abuela», una mejor traducción del título
original sería «Abuelita», que refleja mucho mejor la sensación que intentaba
transmitir.
Se sabe que Andersen tuvo una relación muy cercana con su abuela
materna, Anne Marie Andersdatter, quien fue una figura importante en su
infancia en Odense. Ella murió en 1825, cuando Andersen tenía unos veinte años.
Esa pérdida lo afectó profundamente, y es posible que fuera la inspiración de
este texto, lo que lo convertiría, más que en un cuento, en una anotación
autobiográfica.
El baúl volador (Den flyvende Kuffert, 1839). Este último
cuento que vamos a reseñar nos habla de un hombre muy rico, que lo era por el
estricto control que tenía sobre sus gastos y finanzas. A su muerte, la gran
fortuna que había acumulado es heredada por su único hijo, que no tarda mucho
en malgastarla de forma absurda. Al perder su riqueza pierde también la amistad
de casi toda la gente que le rodeaba. Uno de estos, quizá a modo de burla, le
regala un baúl viejo con una nota que dice «¡Empaca!». El joven, sin embargo,
descubre providencialmente algo que al parecer el antiguo dueño del baúl
ignoraba: si se sienta dentro del baúl abierto y presiona la cerradura, este
puede volar y ser controlado a voluntad.
Así vuela hasta Turquía, donde aterriza en un bosque y se acerca a pie a
una ciudad cercana, pasando desapercibido entre la población de tan
andrajoso que va. Pregunta por un magnífico palacio que preside la ciudad y le
informan que es el del sultán, que mantiene a su hermosa hija encerrada en una
torre para que no tenga contacto con ningún hombre. Usando el baúl volador,
accede una noche al balcón de la alta torre y se presenta ante la princesa,
haciéndole creer que es el propio Alá que ha venido a casarse con ella. La
princesa se emociona, le dice que vuelva la noche siguiente para hablar con sus
padres y le regala una espada decorativa cubierta de monedas de oro. El hombre
vuela de regreso al bosque, oculta el baúl y va a pie a la ciudad para cambiar
la espada por ropas lujosas.
A la noche siguiente, ya engalanado, regresa al balcón asegurándose de
que el sultán lo ve llegar volando por el cielo, demostrando así su
divinidad. El sultán y su esposa están encantados con tan inusual pretendiente
y acceden al matrimonio. El joven cuenta entonces una historia que es de hecho
un cuento completo por sí mismo y que muy bien podría haberse publicado de
forma independiente. Esto seguramente se hizo por influencia de Las mil y una noches, en las que la dinámica de personajes que cuentan cuentos completos dentro
de su propio cuento se repite con frecuencia. Quizá, al haber ambientado la
historia en un país árabe, Andersen creyó necesario seguir este tópico.
¡Bonus! El cuento dentro del cuento. Un grupo de fósforos
conversan entre ellos. Cada cerilla presume de su origen (como el excelente
tronco de tal o cual árbol del que fue tallada) o fantasea sobre su destino
(como que servirá para encender las velas que iluminen una grandiosa fiesta). En
medio de la charla, aparecen cacharros de cocina como ollas y teteras que se
burlan de las cerillas diciendo que el fuego que enciendan solo es importante porque
será para calentarlas a ellas, y por tanto las cerillas es como si estuvieran a
su servicio. El cuento se convierte poco a poco en un desfile de vanidosos objetos
domésticos parlantes cada uno de los cuales presume de su función creyéndose el
elemento más importante de la casa. Al final alguien enciende un fuego con una
de las cerillas, pero esta no tiene tiempo de presumir de que todo comienza
gracias a ella, porque la misma llama que produce la consume.
Regresando al cuento principal, el joven promete volver al día siguiente
para dar al sultán unas horas para organizar la boda. Para hacer más
espectacular el asunto, cuando se aleja del palacio en su baúl volador prende
varios fuegos artificiales que compró en el mercado para así ir dejando una
estela de luz y chispas, demostrando una vez más su divinidad.
Aterriza en el bosque y se duerme, confiado. Al día siguiente, al
despertar, descubre que uno de los fuegos artificiales dejó un rescoldo en el
fondo del baúl que terminó prendiéndolo y quemándolo por completo. Desprovisto
de sus poderes divinos, el joven se ve obligado a renunciar a la
princesa cuando ya la tenía ganada. El mensaje también está claro: disponía de
un objeto mágico extraordinario y tenía al alcance de la mano la boda con una
muchacha preciosa que le habría convertido en gobernante de un reino, y lo echó
todo a perder simplemente por presumir (con los fuegos artificiales) para
impresionar a la gente por mera vanidad.
Esta recopilación incluye también los cuentos La cajita de yesca, El hada del sauco y Ole Cierraojos, que ya comentamos aquí junto a otros cuentos de Andersen.
Cuentos. 1991 (fecha de la recopilación). Hans Christian Andersen. Ejemplar entregado como obsequio por el periódico El Sol en colaboración con el BBVA y Alianza Editorial.