JUNTO A LA FOGATA
Presentado por... Mr. Yuk.
¡Ah! ¡Estáis aquí! Perfecto porque necesito victimas audiencia para el relato que os traigo hoy. Como estamos ocupados con otra cosa y no queremos pasar mucho tiempo sin publicar nada, he decidido atormentaros con contaros otra de las historias de nuestro Supervisor General.
El muy maldito tiene la mala costumbre de no anotar la fecha en la que escribe sus relatos. Este lo registramos como propiedad intelectual en 2016, pero fue escrito mucho antes. Puede tener perfectamente veinte años, siendo de la época en la que más cosas de estas escribía. A ver que os parece.
LOS AMANTES
Los tres viajeros se aproximaban a las ruinas.
Deambular entre las ruinas no era ni fácil ni seguro, pero como tantas otras cosas ni fáciles ni seguras, en ocasiones debía hacerse.
Cada pocos kilómetros podían verse grandes extensiones de esos montículos de escombros sobresaliendo de las cenizas. Vigas y piedras apelmazadas por el tiempo y requemadas por el sol. Varias capas de musgo habían logrado afianzarse a los restos, únicas superficies sólidas en medio de aquel desierto gris siempre cambiante.
En algunas raras ocasiones el musgo aparecía en forma de irregulares parches sobre las mismas cenizas, después de alguna de las igualmente raras e irregulares lluvias. Pero la siguiente racha de viento cubría estos parches con más cenizas y los secaba. La ceniza lo secaba todo. Lo mataba todo.
Los habitantes del desierto eran nómadas, puesto que en ningún lugar había tantos seres vivos como para establecer un territorio de caza permanente, ni el suelo era lo suficientemente rico como para alimentar más de una cosecha, incluso en el supuesto de poder proporcionarle agua de forma regular.
Las familias de nómadas vivían en torno a sus trineos de aluminio cubiertos de plásticos y lonas de los que tiraban ellos mismos, puesto que los animales (aún más escasos y por tanto más valiosos que la gente) ya no se empleaban como bestias de tiro.
Bajo las cenizas acechaban escorpiones y serpientes, zeridorals y xerrores, espinas venenosas y rocas puntiagudas. Cualquiera de estas cosas podía hacer que un buey o una cabra perdieran una pata. Un hombre podía resignarse a usar muletas durante el resto de su vida con tal de no arriesgar a sus animales. Por ello vacas y ovejas viajaban dentro de los trineos de chatarra, a resguardo del viento y la ceniza, comiendo la fresca pulpa de los cactus reptantes que las mujeres habían recogido para los animales a costa de la piel de sus manos. Y los hombres tiraban de los trineos como condenados, sudando hasta reventar, felices no obstante de estar arrastrando un tesoro como aquel.
***
Los tres viajeros hacía mucho que habían perdido su último animal y abandonado su trineo, tragado por un embudo de ceniza. Se estaban acercando a uno de los grupos de ruinas que emergían como enormes escollos en aquel reseco océano gris. Una gran tormenta asesina se aproximaba y no tenían ningún otro lugar en el que refugiarse.
La escasa fauna del desierto se concentraba entre las ruinas cuando amenazaba tormenta. Los lobos se agazapaban junto a las cascabeles y las arañas blancas silbadoras, y un hombre podía echarse entre las alimañas sin temer por su vida. Durante una tormenta, solo contaba ella. Nadie se atacaba ni se perseguía entre las ruinas cuando el desierto se enfadaba. Las tormentas asesinas merecían su nombre, y los viejos juegos de perseguirse y devorarse unos a otros debían olvidarse.
—Cantemos —propuso la joven—. Cantar da buena suerte.
Los tres se encaminaron al montículo de escombros más próximo, que ya bullía de vida. Los seres del desierto preveían las tormentas varias horas antes que los humanos, y escogían los mejores sitios.
—Una cruz blanca los viajeros atrás dejaron… —entonó. Los otros dos permanecieron en silencio. Ella los miró con un ceño de reproche. Volvió a empezar y esta vez su compañero la secundó.
Una cruz blanca los viajeros atrás dejaron.
Como no tenían hierros, huesos ataron.
Al día siguiente, la ceniza otra vida reclamó.
Y dos cruces blancas los viajeros atrás dejaron.
Una pausa para pasarse la lengua por los labios resecos.
Dos cruces blancas los viajeros atrás dejaron.
Como no tenían hierros, huesos ataron.
Al día siguiente, la ceniza otra vida reclamó.
Y tres cruces blancas los…
—¿Sabéis que este tipo de canciones ya existían cuando yo… era pequeño?
La pareja se giró hacia el anciano, que cerraba la marcha. Lo habían encontrado medio muerto de sed dos meses atrás. El viejo, que aparentaba cargar con más de un siglo sobre su encorvada espalda, les había contado muchas cosas sobre cómo era el mundo antes de que los dioses de la antigüedad, los Grandes Señores de los Átomos, lo convirtieran en un erial. Les hablaba de esa época tan lejana como si la hubiera vivido, aunque eso era del todo imposible.
—¡Has interrumpido la canción antes de dejar atrás trece cruces! —gimió la joven—. ¡Ahora tendremos mala suerte!
El grupo llegó hasta el montículo de escombros. Tres metros de alto por otros tantos de diámetro, redondeados por la erosión hasta darle una tosca forma de domo.
Docenas de animalillos se habían colado ya por cada grieta posible. Y tumbado contra los cascotes de cemento, había un lobo. El lobo era un ser hermoso, superviviente nato y príncipe del desierto, si es que algo o alguien era capaz de merecer dicho título. Tenía el tamaño que solían tener los caballos, cuando aún existían.
En otras circunstancias, el lobo habría puesto en fuga a dos de los humanos mientras se cebaba en el cuerpo destrozado del tercero. Pero dejó que los recién llegados se acomodaran junto a él sin apenas mirarlos. Las tormentas asesinas eran el máximo depredador, la cima de la escala alimentaria, el enemigo invencible contra el que todas las criaturas del desierto hacían frente común.
Hombres, animales y alimañas se apretujaron unos contra otros cuando la tormenta arreció. La mujer se abrazó al lobo, y éste la acogió entre sus patas. Una serpiente se enroscó en el regazo del hombre, que ya tenía un escorpión agarrado a su cabeza. El anciano hizo un cuenco con las manos para proteger de la ceniza a una rata espinosa y a un zixo que se apretaron contra él. Arañas blancas corretearon por sus cabellos y saltadunas acorazados se posaron sobre sus ropas con los aguijones replegados, para evitar accidentes.
Pequeños animales correteaban a su alrededor buscando una grieta en las rocas o un pliegue en la tela adecuado para esconderse.
La tormenta se recrudeció. La ceniza en movimiento era como una neblina gris a través de la cual resultaba casi imposible distinguir nada.
El lobo comenzó a aullar. Si algún animal llegaba tarde a los montículos, podría guiarse por el aullido cuando la visión fuera nula. El hombre gritó. La mujer también. El escorpión chasqueó sus pinzas todo lo fuerte que pudo. La serpiente agitó su cascabel y la rata hizo entrechocar sus espinas. Las arañas blancas silbaban y el zixo emitía un largo y penetrante pitido. Los ojos y narices se les llenaron de ceniza a unos y otros. Siguieron gritando y haciendo ruido, guiando a los rezagados hacia la seguridad del grupo hasta que las bocas se les llenaron de ceniza.
Un instinto muy arraigado, basado en la necesidad de salvar toda vida posible, impulsaba a hombres y bestias a obrar así durante las tormentas. Sobrevivir a una tormenta de ceniza no tenía ningún sentido si toda la otra vida en varios cientos de kilómetros a la redonda se extinguía. Morir sepultado por la ceniza era horrible, pero morir de hambre y sed días después no era mucho mejor.
La tormenta se impuso a todo, como siempre terminaba sucediendo. El aire se convirtió en un muro áspero y gris. Respirar dolía. El desierto gritaba ahora más fuerte que todos ellos juntos. El viento mandó callar a los vivos y clavó punzantes partículas de ceniza bajo sus pieles y pelajes. Los frágiles seres se apretaron más entre ellos y se apretaron más contra el montículo.
Y entonces el montículo crujió y cedió.
Hombres y bestias cayeron hacia atrás, siguiendo las placas de roca desplazadas. El lobo se irguió gruñendo y lanzando dentelladas al aire a su alrededor, creyendo ser atacado. Las alimañas se escabulleron en busca de nuevos refugios. Habían caído al interior del montículo, descubriendo de golpe que era hueco y seguro. Los animales que no habían huido, los tres humanos entre ellos, solo tardaron unos segundos en darse cuenta que estaban mucho más resguardados dentro del montículo que fuera de él.
El anciano miraba ansiosamente a su alrededor, como si reconociera el lugar. Los otros dos seguían su vista. El montículo no era un conglomerado sólido de trozos de cemento fundido y hierros retorcidos, sino una bóveda artificial de metal y cerámica plástica perfectamente apuntalada y reforzada, cuyo exterior había ido quedando cubierto de mugre y ceniza petrificada a lo largo de los siglos. La parte de la estructura que había cedido no era otra cosa que una vieja compuerta hidráulica, reventada por el tiempo y el abandono, desencajada de su sitio por el peso de los animales. El lobo todavía estaba sobre ella, mirando a su alrededor con desconfianza, pero sin intención por el momento de salir de vuelta a la tormenta.
—No puedo creerlo… —murmuró el anciano. Gateó hacia un viejo panel cubierto de polvo. Sus compañeros lo vieron pulsar una serie de botones sin comprender lo que hacía. Las luces de la bóveda chisporrotearon y se encendieron. Algunas estallaron. El lobo decidió que ya había tenido bastante y se puso en pie, dispuesto a huir del lugar y buscar otro refugio menos extraño. El hombre y la mujer se miraron, planteándose seriamente la posibilidad de abandonar al anciano y seguir al lobo en busca de otro lugar donde esconderse. Uno en donde las rocas fueran rocas de verdad y no carcasas huecas llenas de luces.
—Es… ¡es un hábitat! — exclamó el anciano, como si eso explicara algo—. Uno de los refugios de justo antes de la guerra. Si pudiera…
La pareja se acercó al anciano observando el ahora frenético golpeteo de sus dedos sobre el teclado. La forma en que tocaba las luces, haciendo que unas se encendieran y otras se apagaran parecía alguna especie de ritual, alguna clase de magia antigua como la que los cuentos y las historias decían que usaban los legendarios Señores de los Átomos. El suelo vibró y un panel se hundió en él. Otra luz parpadeó dentro del hueco del suelo, dejando ver una rampa.
Más luces se encendieron abajo y comenzaron a llegarles una serie de sonidos rítmicos y apagados, similares a los que emitían al volar los mosquitos decapitadores.
—Lena, quédate aquí —dijo el hombre a su compañera asomándose a las iluminadas profundidades. No le gustaba nada el aspecto que tenía aquello. La luz, esa clase de luz sin sol ni llama, era antinatural, nada que ver con la agradable, fresca y honesta oscuridad que debería haber en una cueva subterránea. Pero el instinto de exploración inherente a la raza humana le hacía contemplar aquel lugar desconocido con una ansiedad que no podía explicar. Necesitaba bajar.
Se dijo a si mismo que debía comprobar si estaban en un lugar seguro, pero aquello era solo una pequeña parte de la verdad. Necesitaba bajar, aunque no sabía por qué. Dejó su mochila en el suelo y la abrió. Seleccionó tres de las piezas de metal planas y afiladas que empleaba habitualmente como cuchillos y puso un pie en la rampa, tanteándola con cuidado antes de decidirse a apoyar todo su peso en ella.
—No vayas, Geb —gimió la mujer, tirándole de una manga—. No me gusta esta cueva. No es oscura. No es normal.
—No cortes con eso nada que parezca una cuerda —intervino de pronto el anciano, mirando con preocupación los cuchillos que el hombre se llevaba con él—. Ni los claves en las paredes, ni en nada que tenga cerca una luz… mejor no toques nada con ellos.
El hombre se detuvo, ya con ambos pies en la rampa. Le sonrió a Lena para calmarla, sin conseguirlo. Luego señaló al anciano con uno de los cuchillos.
—Tú sabes lo que es esto ¿verdad?
El anciano asintió.
—Pues entonces, vienes conmigo.
Lena extrajo otro cuchillo de su propia mochila. Dedicó una última mirada a los hombres que descendían por la rampa.
—Nos vemos luego —murmuró.
La fórmula de despedida era muy antigua. Lena la había repetido cientos de veces en su vida. A sus padres, a sus hermanos, a anteriores parejas. Nunca se había parado a pensar en lo que significaba y en todo lo que implicaba. Esta vez se estremeció al decirlo, dándose cuenta que no era una afirmación, sino un deseo.
Se sentó con las piernas cruzadas sobre la compuerta hidráulica arrancada. Tenía una forma ligeramente curvada, y descubrió que podía hacerla bascular con el peso de su cuerpo para que se moviera como una cuna. Tras unos cuantos minutos meciéndose sentada sobre ella empezó a aburrirse de aquello y se detuvo a buscar un pequeño alacrán que todavía incordiaba liado entre sus ropas. Lo cogió por la cola y lo dejó en el montón de ceniza que estaba acumulándose en la entrada. El alacrán volvió corriendo a la tormenta.
Lena lo envidió. Podría haberse colocado más alejada de la entrada. Allí, sobre la reventada puerta-cuna el viento seguía enviando granos de ceniza sobre ella, pero lo prefería así. A fin de cuentas, el viento y la ceniza eran algo natural. Siempre habían estado allí. Siempre habían existido, desde que era una niña. La cueva llena de luces la asustaba.
Se asomó a la rampa. No los vio.
—¿Geb? —preguntó al vacío. No hubo respuesta.
Suspiró, se sacudió la ceniza del pelo, y continuó meciéndose sobre la puerta.
—Una cruz blanca los viajeros atrás dejaron…
***
—Esto es un hábitat...
El anciano andaba detrás de Geb. Las paredes de la cueva eran increíblemente regulares. Estaban hechas de metal, igual que los trineos de chatarra. A Geb le resultaba difícil concebir tal cantidad de metal junta. Había suficiente para construirse un millar de trineos como el que había perdido. Había tubos de metal que recorrían las paredes como las raíces de alguno de esos gigantescos árboles petrificados que podían verse en algunos puntos del desierto y que tanto le habían fascinado siempre.
Se decía que mucho tiempo atrás los árboles habían sido seres vivos, que andaban tan despacio que un hombre podía envejecer mirándolos y le parecería que no se habían movido, y que con su carne se encendía un fuego que ardía durante mucho más tiempo que uno alimentado con cactus secos y pieles viejas. Resultaba difícil de creer. Pero allí estaba él, en una caverna hecha por entero de metal, donde las propias paredes y techos emitían luz. Nada podía resultar más difícil de creer que la existencia de un lugar así.
—La gente… vivía aquí… esto era como los trineos ¿comprendes? Se metían aquí para dormir, para comer, y guardaban aquí dentro todas sus cosas.
Geb dedicó una mueca de escepticismo al viejo. Le gustaban sus historias. Les había contado muchas desde que lo encontraron, la mayoría bastante absurdas, aunque entretenidas. Pero era imposible que todo este lugar fuera un trineo enterrado en la ceniza. Habrían hecho falta miles de personas para tirar de algo tan enorme.
Llegaron hasta una zona más amplia. Geb se quedó boquiabierto al ver aquello. Mirara donde mirara había cosas tan valiosas como la vida de un hombre. Botellas de cristal se alineaban en un estante. Pilas de ropa y tela se amontonaban en un rincón. Había herramientas ¡herramientas! tiradas en el suelo en completo desorden. Geb no tenía ni idea de para que pudieran servir herramientas con formas tan extrañas, pero las reconoció como tales. La elegancia de los acabados de aquellas maravillas lo dejó sin respiración. La luz blanca que brotaba del techo hacía refulgir su metal cromado.
Había más cosas. Cajas de plástico, recipientes de todos los colores, objetos que jamás había visto pero instintivamente reconocía como útiles y por tanto valiosos. En una esquina vio algo que sí reconoció. Era el esqueleto de un animal pequeño. Parecía un lobo, pero era demasiado pequeño incluso para ser un cachorro. Llevaba en torno al cuello una fina tira de plástico con una chapa de metal.
—Un perro —dijo el viejo, siguiendo la mirada de Geb—. Si sus dueños estaban fuera del hábitat cuando empezó la guerra, seguramente murió de hambre… o de pena.
¿Un lobo con dueños? Geb desechó el último comentario del anciano y recogió cinco de las herramientas. Eran sorprendentemente ligeras, y se las fue guardando cuidadosamente entre sus ropas en cada uno de los bolsillos y compartimentos que llevaba cosidos por todas partes. Solo por aquello ya valía la pena haber bajado.
El anciano estaba inclinado sobre otro de aquellos paneles de luces, realizando de nuevo sus extraños hechizos. De pronto el aire se volvió más fresco y suave. Respirarlo era como beber jugo de flores de cactus dejado a enfriar una noche entera. Un dulce perfume se esparció por todas partes. Incluso las luces se volvieron más brillantes y uniformes.
—Eso… ¿lo has hecho tú? —le preguntó al anciano.
Casi sin prestarle atención, hablando de nuevo más para sí mismo que para Geb, éste le dijo:
—Todavía queda energía almacenada… no mucha, pero parece que casi todos los sistemas funcionan relativamente bien. Es increíble que se encuentre todo en tan buen estado. Espera… ¿Qué es esto? Oh, maldita sea… ¡Los SEC se están reactivando automáticamente! Será mejor que salgamos de aquí antes que…
Levantó la cabeza del panel de control. Geb había salido de la habitación por otro de los pasillos. Trotó tras él todo lo rápidamente que le permitían sus viejas piernas. Se asomó al pasillo. Era un cruce en forma de T. Miró en una y otra dirección. Lo había perdido de vista, pero oía pasos. Oía pasos a lo lejos. A ambos extremos del pasillo.
***
Lena se inclinó otra vez hacia la rampa. Una corriente de aire fresco y agradable había empezado a brotar de ella. El que algo así proviniera de un lugar tan tenebroso como el que su mente llamaba ya La Cueva de las Luces hacía todo aquello más siniestro todavía.
Oyó o creyó oír un ruido rítmico, como pasos sobre la rampa metálica, más allá de la parte que podía ver de ella. El ruido se detuvo, y entonces oyó la voz. Una voz de mujer joven, la voz suave de una adolescente que todavía no ha tenido que gritarle al viento una tormenta tras otra.
—Bienvenido a casa amo… estamos tan contentas de tenerte de vuelta.
Lena lanzó un grito y se puso en pie de un salto, aferrando con más fuerza su cuchillo de chapa. Intentó empujar la puerta-cuna sobre el hueco de la rampa. Pero -pensó de pronto- Geb seguía abajo.
—¡Geb! —grito inclinándose sobre la rampa —¡Geb!
La única respuesta que obtuvo fue la misma voz desconocida que había oído antes.
—Oh… ¿Eres tú, ama? Bienvenida a casa ama… estamos tan contentas de tenerte de vuelta.
Una segunda voz, esta vez masculina, profunda, la de un hombre joven y vigoroso, secundó a la primera usando el mismo tono jovial y paciente de aquella.
—Bienvenida a casa ama… estamos tan contentos de tenerte de vuelta.
Lena cortó el aire con el cuchillo, como si tuviera a los desconocidos delante de ella.
—¡No! —gritó aterrada, esperando ver aparecer en cualquier momento a los horribles monstruos que sin duda poblaban La Caverna de las Luces
—¡Marchaos! ¡Marchaaaooos!
Tras unos segundos de silencio, las dos voces le respondieron. Lo hicieron casi a la vez, exactamente las mismas palabras, el mismo ritmo, el mismo tono. La del hombre con apenas un segundo de diferencia respecto a la de la mujer, como un eco de esta.
—Como desees ama. Te esperaremos aquí.
Lena se apretó contra el muro, llorando. El cuchillo de chapa le temblaba tanto en las manos que apenas podía sujetarlo ¿Qué la esperaban allí? ¿Allí, con Geb?
—Geb… —murmuró entristecida, casi convencida de haberlo perdido ya para siempre.
Gateó hasta la rampa y miró por la abertura. Una de sus lágrimas le bajó por la mejilla, se quedó temblando en la punta de su nariz y finalmente cayó al túnel de metal que había bajo ella.
—…devolvédmelo… —murmuró.
Dejó pasar unos minutos, sollozando al borde del hueco de la rampa, como si estuviera asomada a una fosa lista para empezar a echar ceniza sobre el cadáver de un familiar.
Luego alargó un brazo hacia su mochila, que había dejado junto a la puerta. Rebuscó en ella. Sacó una barra de metal de medio metro y otro par de hojas de chatarra afilada. Empuñó la barra con su mano buena y el más largo de los cuchillos en la otra. Se había guardado el resto de las armas entre la ropa junto con un fragmento de roca de chispa y un par de mechas de grasa. No se fiaba de esas falsas luces de abajo.
—Me lo vais a devolver por las buenas o por las malas —gruñó entre dientes, llorando todavía.
Y con infinita precaución, puso un pie en la rampa.
***
Geb encontró otra zona amplia. Como las anteriores, llena de objetos tan llamativos que solo con ponerles los ojos encima ya deseaba poseerlos, incluso sin tener ni idea de lo que eran. Encontró un par de cosas que eran como pequeños sacos de un material a la vez rígido y flexible. Parecían botas como las suyas, pero no estaban hechas con tiras de cuero y plástico, sino que eran una sola pieza. Las levantó y las miró por dentro y por abajo. Ahora ya estaba convencido que se trataba de algún tipo de calzado. Maravillado, las volvió a dejar en el suelo. No podía cargar con todo ahora, pero saldría de la cueva con suficiente plástico y chapa metálica como para fabricarse un trineo mejor que el que tenía antes, y luego volvería a recoger cosas con las que llenarlo.
Introdujo la punta del cuchillo en una junta de la pared, solo por probar cuan sólidamente estaban unidas esas grandes láminas unas con otras. Un momento… ¿Qué había dicho el viejo de no tocar nada con el cuchillo? Se volvió a buscarlo, recordando de pronto que lo había dejado ensimismado en su mesa de luces unas cuantas salas más atrás. Entonces la vio.
A un solo metro de él, una joven le sonreía. Una joven hermosa más allá de cualquier intento de descripción. Completamente desnuda, se erguía sin miedo ni pudor con los brazos enlazados por debajo de los pechos, elevándolos más que cubriéndolos.
Tenía la piel más clara que Geb había visto en su vida, y un cabello increíblemente rubio, ensortijado, que le caía sobre los hombros.
—Bienvenido a casa amo… estamos tan contentas de tenerte de vuelta.
Un coro de voces a su espalda le hizo volverse de nuevo.
—Sí, amo… todas estamos tan contentas de tenerte de vuelta...
Otras cuatro jóvenes habían aparecido tras él en completo silencio. Una de ellas era idéntica a la primera que había visto, aunque ésta vestía los restos de una especie de túnica. Otras dos estaban también vestidas, aunque sus ropas parecían apolilladas, roídas por alguna clase de insecto o animal, o quizá sólo desvencijadas por el paso del tiempo. La cuarta estaba desnuda salvo por lo que parecían las perneras de unos pantalones en torno a los tobillos, y un trozo de manga colgando de una muñeca.
Todas le sonreían mirándole a los ojos.
***
Lena alzó la barra de metal, amenazando al musculoso joven que había aparecido de pronto en el corredor cortándole el paso. Este se limitó a sonreír. Manteniéndolo a raya con la barra, miró por encima del hombro a la chica de larga melena pelirroja que se acercaba a ella desde el otro extremo del pasillo, andando lentamente, contorneándose.
—¿Quiénes sois vosotros? ¿Dónde está Geb? —preguntó rápidamente mientras retrocedía hacia una esquina, tratando de situarlos a ambos en el mismo ángulo de visión.
—Yo soy Venus, ama —respondió la joven pelirroja. Un trozo de la raída túnica blanca que la cubría se desprendió mientras andaba.
—Yo soy Marcus, ama —respondió el joven. Él estaba desnudo. Se había detenido y colocado las manos en las caderas. A Lena se le fue la vista al pecho del hombre y de ahí hacia más abajo. No pudo evitarlo. Jamás había visto a un hombre tan bien formado, vestido o no.
—Ninguno de nosotros se llama Geb, ama ¿Quieres cambiar mi nombre? Si deseas cambiar mi nombre de Marcus a Geb, di “Te llamas Geb” y tócame con el dedo, y responderé por ese nombre de ahora en adelante.
Lena bajó la barra, confusa. ¿Qué les ocurría a estas personas? ¿Estaban locos? ¿Intentaban engañarla de algún modo?
—¡Tú no eres Geb! —gritó de pronto, alzando la barra de nuevo.
El joven musculoso sonrió. Alargó la mano para tomar la barra, pero no para tratar de arrebatársela, sino más bien como si creyera que Lena se la estuviera ofreciendo en lugar de amenazarle con ella.
Lena la retiró rápidamente. Tras mantener un par de segundos el brazo estirado en el aire, detenido a mitad del movimiento, Marcus volvió a adoptar su postura anterior.
—¿Deseas comer ahora, ama? ¿Tienes hambre? —preguntó Venus, solícita.
Lena la miró, boquiabierta.
—¿Hambre?... sí… sí, claro que tengo hambre, pero…
Venus sonrió, ladeando la cabeza con exagerada monería.
—Te prepararé tu plato favorito de los viernes, ama, si no deseas algo diferente.
Permaneció un instante inmóvil, esperando quizá algún tipo de respuesta. Al no obtenerla, se dio la vuelta y se alejó andando por el pasillo. Otro trozo de tela deshilachada se desprendió de su túnica, quedando abandonado en el suelo.
La sonrisa de Marcus se acentuó.
—Parece que nos hemos quedado solos, ama…
***
Geb no podía apartar la vista de ellas. Hacía meses que no veía desnuda a Lena. Viajando por el desierto las energías debían economizarse al máximo. Cada gota de sudor perdida era una gota más de agua que debías beber al día siguiente. Habían tenido poca caza y encontrado pocos cactus, y hacía al menos medio año que no llovía. Una mala época.
Una de las jóvenes, morena con unos pechos de tamaño sobrenatural a duras penas cubiertos por una tela tan ligera que transparentaba, le puso una mano en el antebrazo. Antes que Geb pudiera reaccionar, la morena le besó en la mejilla. Un contacto breve pero cálido y estimulante.
—Pareces cansado amo ¿Te preparo un baño?
—¿Un baño? —Geb estaba perplejo—. ¿Un baño… con agua?
Otra de ellas, la que llevaba únicamente las perneras de un pantalón arrastrando en torno a sus tobillos le pasó el brazo por las caderas y recostó el peso de su cuerpo contra él, emitiendo un plácido suspiro. Instintivamente, sin pensar siquiera en ello, Geb le pasó a su vez el brazo por la espalda. Notó la blanda presión de una de las tetas apretada contra su costado. La joven, más baja que la anterior, le besó en el cuello.
—¿Todo bien en el trabajo, amo?
Una tercera se acercó sonriéndole. Durante unos segundos movió los labios como si estuviera diciendo algo, en completo silencio, y se dio la vuelta marchándose sin más. Geb se fijó que cojeaba ligeramente. El gemelo de una de sus piernas parecía hundido de una forma extraña. Mirarlo le produjo escalofríos. La primera que había visto, la de piel blanca y cabello rubio ensortijado le besó en la boca y se fue sin tratar si quiera de decir nada.
Estaba casi saliendo por una de las puertas de la sala cuando se detuvo para dejar pasar a un hombre. Geb se puso en guardia al verlo y llevó la mano a uno de sus cuchillos. El hombre que acababa de aparecer superaba su altura en más de una cabeza. Estaba desnudo, aunque tenía unos anchos aros de metal en torno a las muñecas. Andaba confiadamente en largas zancadas, y la sensación de poder que le rodeaba era avasalladora.
Se detuvo a medio metro de Geb. Este contempló preocupado los enormes músculos que exhibía el coloso. Jamás hubiera podido suponer que un hombre pudiera llegar a ser tan fuerte. ¿De dónde obtendría ese individuo toda la comida necesaria para mantenerse así? Los aros de metal en torno a sus muñecas, ahora que podía verlos de cerca, parecían grilletes como los que los vendedores de esclavos ponían a sus cautivos. Incluso colgaban un par de eslabones de cadena de cada uno. ¿Era un prisionero?
—Otra dura jornada de trabajo ¿Eh, compañero? —tronó el hombre con una potente y jovial voz. Luego, inclinándose y hablando en un tono más bajo, más confidencial, añadió:
—Parece ser que tu mujer acaba de llegar a casa. Esta noche vas a darle lo suyo ¿Eh, campeón?
Las chicas que tenía alrededor le rieron la gracia. Todas a la vez. Todas igual.
¿Tu mujer acaba de llegar? repitió mentalmente Geb.
—¿Qué mi…? ¿Lena? ¿Dónde está Lena?
Las chicas lo miraron sonriendo. La que le tenía un brazo pasado por la cadera y le estaba dejando un pezón marcado en la piel respondió:
—Ninguna de nosotras se llama Lena, amo ¿Quieres cambiarnos el nombre? Si deseas cambiar el nombre de una de nosotras a Lena, di “Te llamas Lena” y tócala con el dedo, y responderá por ese nombre de ahora en adelante.
Geb se apartó de ellas, avergonzado de no haberlo hecho antes.
—¿Dónde está Le…? —se detuvo ¿Cómo la había llamado el hombre?
—¿Dónde está mi mujer? ¡Llévame con ella! —dijo en el tono más autoritario que pudo.
El forzudo de los grilletes acentuó su sonrisa, mostrando dos hileras de dientes perfectos, tan blancos que deslumbraban.
—¡Ah! No le das ni un segundo de descanso ¿Eh compañero? ¡Así se hace! ¡Sígueme!
Echó a andar decididamente y Geb le siguió. Mientras se alejaba de ellas, dos de las chicas se despidieron de él educadamente una tras otra, inclinando el cuerpo en una leve y lenta reverencia que hizo que sus extrañamente grandes pechos se bamboleasen de forma notable.
La tercera dijo: —Amo, hoy es viernes, 21 de noviembre, según la última actualización recibida. Son las 06:33 PM. El sol ha salido a las 07:04 AM, y se pondrá a las… se pondrá a las… Hoy es viernes, 21 de noviembre… Se esperan lluvias torrenciales durante el fin de semana…
—Vaya, que lista eres —murmuró Geb para sí mismo cuando ya salía de la habitación.
La que estaba hablando se calló de golpe. Permaneció inmóvil durante varios minutos, mirando fijamente la puerta. De pronto inclinó la cabeza a un lado, y su perpetua sonrisa se acentuó.
—Gracias amo. ¿Todo bien en el trabajo?
***
La barra de metal de Lena estaba en el suelo, a sus pies. Lanzó un ahogado suspiro cuando Marcus separó su boca de la de ella mientras le retorcía un pezón a través de la ropa que lo cubría. Se sentía bien. Ese tipo de atención era agradable incluso viniendo de un desconocido. Todo aquel lugar era extraño, y Marcus era lo más extraño de todo lo que había encontrado aquí. Pero la hacía sentirse bien. El tono de su voz, su aspecto, su forma de tocarla. Parecía un hombre nacido y criado exclusivamente para darle placer a una mujer.
—Déjame… —murmuró sin demasiada convicción.
El hombre se rio con su poderosa voz y alargó la otra mano. Deslizó los dedos a lo largo del torso de Lena, desde sus pequeños pechos hasta el borde inferior de su tosca camiseta de retales cosidos. Lena pensó al principio que era otro tipo de caricia, pero de pronto tuvo la impresión que Marcus estaba buscando alguna particularidad de la ropa. Los dedos de Marcus bajaron hasta la cintura y encontraron el nudo de la cuerda con la que Lena se sujetaba los pantalones. Examinó el nudo un momento con la punta de los dedos y luego retiró la mano.
Con un leve tono de disculpa, Marcus dijo:
—Nunca te había visto con este vestido ama. No se quitártelo. Perdóname, pero podría romperlo sin querer.
Aquello la hizo reaccionar. En realidad, no quería que le quitaran la ropa. No quería que la tocaran de ese modo. No ahora. Ni aquí. Ni él.
Puso una mano en el enorme torso de Marcus y lo apartó. Marcus se dejó hacer sin oponer resistencia, pero sin dejar de sonreír.
—¿No me quieres a mi esta vez, ama? Dime a quien quieres y vendrá a atenderte.
—No quiero a nadie —gruño Lena sintiéndose mal de pronto, con ganas de echarse a llorar otra vez—. No te quiero a ti, ni a… Venus, ni a nadie como vosotros… no quiero estas malas luces…
Las luces del pasillo se atenuaron por sí solas.
—Solo quiero encontrar a mi compañero y salir cuanto antes de aquí, por favor…
Marcus puso los brazos en jarras, como si quisiera exhibir su cuerpo.
—Si está buscando a su marido, ama, viene de camino. Sansón lo trae hacia aquí en este momento.
Lena se enjugó las lágrimas. ¿Qué Geb venía de camino?
Por un instante le preocupó lo que pudiera pensar si la encontraba en ese túnel, ahora en penumbra, junto a un musculoso hombretón sonriente y desnudo. Pero con Geb podría hablar. No era un idiota desquiciado como aparentemente eran los hombres y las mujeres que vivían en esa Cueva de las Luces.
—¿Viene hacia aquí de verdad?
Miró a uno y otro extremo del pasillo, buscándolo.
—¿Por dónde viene?
Marcus señaló con el pulgar por encima de su propio hombro.
—Por allí ama ¿quiere que vaya a buscarle?
Lena no respondió. Recogió la barra del suelo y echó a andar en la dirección que le había indicado.
Marcus se quedó mirando cómo se alejaba. Durante diez segundos exactos permaneció completamente inmóvil, sonriéndole al aire. A continuación, echó a andar tras ella.
***
Todavía siguiendo a su guía, Geb recorrió un pasillo por el que no había estado antes. Aquel lugar era simplemente gigantesco. Pasó ante varias puertas abiertas que llevaban a habitaciones llenas de objetos. Muchas estaban atestadas de cajas idénticas, apiladas sin mucho orden, como si el lugar hubiese sido abastecido a toda prisa por alguna razón.
Pasó ante un dormitorio en cuya enorme cama descansaban dos viejos esqueletos cubiertos de polvo y telarañas. Una jovencita ataviada únicamente con una especie de delantal se afanaba en limpiar los otros muebles que tenía alrededor sin prestar atención a la cama, hablando sola mientras lo hacía, en un tono de voz a la vez inocente y atemorizado. Parecía estar dando conversación a alguien.
Se cruzaron con otra mujer. Era, o cuanto menos parecía ser, la misma chica morena que le había preguntado a Geb no hacía mucho si quería darse un baño. Esta vez vestía una especie de faldilla de paja y flores secas de la que se desprendían fibras a cada paso que daba.
Al pasar junto a Geb le sonrió. Al hacerlo una grieta le rajó la piel de todo el lado derecho de la cara desde la boca hasta la oreja. Geb reprimió un grito de miedo al ver aquello. La chica continuó andando como si nada hubiera pasado.
En la siguiente sala en la que entraron les esperaba un hombre. Era tan corpulento como el que le acompañaba, pero vestía un traje de una sola pieza de color azul celeste, con un amplio cinturón negro con varios compartimentos vacíos y unas pesadas botas también negras. Al acercarse a éste, el hombre dio un paso lateral, situándose en medio de la puerta por la que iban a cruzar. Miró a Geb a los ojos, y sin perder su afable sonrisa dijo:
—Buenos días, señor. Soy Julius, guardián de la casa. Usted no es de la familia. No está registrado como amigo de la casa. No es personal autorizado. Discúlpeme, caballero, pero debo pedirle que se identifique y me diga el motivo de su presencia aquí.
Su guía se detuvo. Geb se quedó en silencio, sin saber que responder. Ni siquiera tenía claro que era lo que le estaban preguntando.
—Apártate. Déjame pasar —dijo al fin.
La expresión del tal Julius cambió de golpe. Las comisuras de sus labios se curvaron hacia abajo en lugar de hacia arriba. Señaló al torso de Geb y luego a la mano en la que empuñaba el cuchillo.
—Usted lleva sobre su persona cinco objetos clasificados como herramientas que son propiedad de esta casa. Lleva sobre su persona tres objetos ajenos a esta casa que considero potencialmente peligrosos. Solicito que entregue inmediatamente todo el material anteriormente citado. Puede dejarlo sobre esa mesilla.
Señaló a su lado, a un punto junto a la puerta. Allí no había nada.
Geb miró a su guía, buscando algún tipo de apoyo. Éste se limitaba a esperar. Saber que el hombre que tenía delante le estaba bloqueando el camino hacia Lena le enfurecía. Más aún por lo mucho que la actitud de éste contrastaba con la del otro hombre y las mujeres que había encontrado hasta ese momento.
—Apártate —dijo simplemente. Había empuñado otro de sus cuchillos de chatarra en la mano libre.
El hombre del traje azul llevó una mano hacia su cinturón, como si fuera a tomar algo de él, aunque todos los compartimentos estaban vacíos.
—Desista en su actitud o las autoridades serán alertadas. Además, usted no querrá que use esto ¿verdad?—. Movió los dedos, como si acariciara algo que debería estar allí.
En ese momento Lena apareció al otro extremo del corredor al que daba la puerta, a espaldas de Julius. Ella y Geb se vieron a la vez. Cada uno gritó el nombre del otro.
Geb avanzó un paso, sin acordarse siquiera de Julius.
La mano de éste centelleó en un movimiento rápido y preciso que envió a Geb por los aires un par de metros atrás con cuatro costillas rotas.
Lena aulló. Gritó más fuerte de lo que había gritado nunca en su vida. Más fuerte de lo que ningún animal había oído gritar a ningún otro en medio de una tormenta de cenizas.
Se abalanzó sobre el hombre del traje azul y le golpeó en la cabeza con la barra de hierro.
El hombre se volvió sin vacilar ni un instante y estrelló su otra mano contra el rostro de Lena enviándola de vuelta por el pasillo por el que había llegado, con la nariz aplastada y un ojo reventado.
—Confirmado un segundo intruso en la casa. Actitud abiertamente hostil. Notificando a las autoridades. A espera de conexión.
Comenzó a avanzar hacia ella. No había dado ni dos pasos cuando una hoja metálica irregular se clavó en su espalda. Geb extrajo el arma. La alzó de nuevo y repitió el golpe. Chorreaba sangre por la boca y la nariz y a duras penas se tenía en pie. De las heridas de Julius, en cambio, no brotaba ni una gota. Sin acusar el daño recibido el guardia se dispuso a darle un codazo en la cara a Geb.
Desde el suelo, Lena vio el golpe. Un golpe que acertaba a Geb en la mejilla y le hundía toda la cara hacia dentro de la cabeza. O que le acertaba en el puente de la nariz y le partía la cabeza en dos. O que le daba en la frente y le hacía estallar el cráneo, lanzando trozos por todas partes.
Lo vio, pero parpadeó y el golpe todavía no se había producido. Algo chisporroteó dentro del hombre, cuyo golpe se había detenido a la mitad del recorrido. Julius estaba lleno de luces, las mismas luces que brillaban en el techo y las paredes.
Un fogonazo envolvió el cuchillo de chapa que sobresalía de su espalda. Geb gritó y saltó despedido hacia atrás. Se tambaleó, luchando por no caer al suelo de nuevo mientras retrocedía torpemente unos pasos, agarrándose la mano ennegrecida y abrasada. Había dejado clavado el cuchillo en su adversario. Pequeñas luces blancas y azuladas saltaban de la hoja. Los trapos que envolvían el mango comenzaron a arder.
Julius se volvió de nuevo hacia Geb. Parecía más lento ahora, pero su expresión no había cambiado. En Julius no había rabia, ni dolor, ni sangre. Solo contenía más de esas diminutas luces que salían por sus heridas. Avanzó lentamente hacia Geb, preparándose para matarlo.
***
Marcus vio a la que él creía que era su ama tirada en el corredor. Se inclinó sobre Lena, y ésta se cubrió instintivamente la cara. Pero en lugar de golpearla, le sonrió y le dijo:
—Ama ¿Se ha caído? Permítame que la ayude a levantarse.
—¡Páralo! —le gritó señalando a Julius. No sabía hasta qué punto llegaría la amabilidad o aparente obediencia descerebrada de Marcus, pero debía intentarlo. Mientras se cubría con una mano el pozo de sangre en el que se había convertido una de sus cuencas, apuntó con la otra mano al monstruo que iba a matar a su hombre.
—¡Páralo! ¡Mátalo! ¡Haz lo que sea pero que no le pegue más a Geb, por favor!
Marcus levantó la cabeza. Miró a Geb, que en ese momento volaba por los aires de un lado a otro de la estancia para terminar estrellándose contra un muro, a consecuencia de la patada que Julius le acababa de propinar. En el lugar del impacto quedo una abolladura en el metal y una mancha sanguinolenta. Miró de nuevo a Lena.
—Ama ¿el hombre llamado Geb es un nuevo amo, o un invitado?
Arrodillada en el suelo, todavía cubriendo su ojo reventado con una mano, Lena extendió la otra hacia a Geb. Lo señaló con el índice y lo movió como si lo estuviera tocando.
—¡Sí! ¡Sí, como sea! ¡Geb es el nuevo amo! ¿Lo entiendes? ¡Le están haciendo daño al nuevo amo!
Marcus saltó como un ariete. Llegó hasta Julius en tres zancadas y le embistió con el hombro. Lo estampó contra una de las paredes con tanta fuerza que combó el metal de ésta. Se quedó de pie frente a él con total tranquilidad. Cuando Julius empezó a moverse de nuevo e intentó levantarse, Marcus le dio una patada tan potente en la cabeza que se la deformó.
Mientras tanto, Lena había conseguido llegar hasta Geb. Estaba prácticamente muerto. Se echó llorando sobre su cuerpo.
Alguien se detuvo a su lado y le habló con una voz suave y melosa que desbordaba alegría.
—Oh, ama. Estas aquí. ¡Te he buscado por toda la casa!
Lena levantó la vista de la esponja de sangre y huesos rotos en que se había convertido Geb.
Venus le sonreía sosteniendo una bandeja plateada en la que humeaban varios botes y recipientes de plástico.
—Tu cena de los viernes, ama. ¿La tomarás aquí, en el salón o en el dormitorio?
Lena la miró sin saber a qué aferrarse ya.
Lágrimas transparentes brotaban de uno de sus ojos y un reguero de porquería rojiza rezumaba del otro.
Venus ladeó la cabeza, sin variar su eterna sonrisa y observó a Lena.
—Ama, parece que tienes algún tipo de lesión en el rostro. Estoy transmitiendo una notificación al centro médico más cercano. A la espera de conexión. Si lo deseas puedo proporcionarte asistencia de emergencia hasta que lleguen.
Lena jadeó. No podía comprender a aquella gente ¿Serían estos los legendarios Señores de los Átomos de los que hablaban las antiguas historias? Siempre los había oído describir como grandes sabios, pero a ella le parecían un incomprensible atajo de locos.
—¿De… de verdad puedes hacer eso? ¿Puedes curarnos?
Venus dejó la bandeja en el suelo.
—Claro que sí, ama. Tu felicidad es la mía.
Echó a andar hacia una de las puertas de la sala con su lento y exasperante contoneo.
—¡Date prisa, por favor! —le gritó Lena.
Al instante, Venus salió disparada y desapareció por la puerta, dejando tras de sí un rastro de túnica deshilachada.
A poco más de un metro de ellos, Julius intentó levantarse de nuevo, y Marcus nuevamente le pateó la cabeza con su pie descalzo. Lena vio aterrada como el hombre seguía moviéndose con la cabeza abombada y el cuchillo clavado en la espalda. De su cabeza brotaban pequeñas luces también.
—Detectadas varias fallas de funcionamiento que requieren supervisión —dijo Julius cayendo nuevamente al suelo—. Se recomienda un chequeo extraordinario de mantenimiento tan pronto como sea posible. Concertando cita con el taller. A la espera de conexión.
Aunque Marcus seguía golpeándolo, Julius no le prestaba atención. Su vista estaba fija en Geb y Lena, y avanzó a trompicones hacia ellos.
Lena gritó y abrazó a Geb como pudo, gateando y arrastrándolo por la sala mientras Julius les seguía obstinadamente y Marcus iba tras éste, descargando golpes en su espalda. Logró llevar a Geb hasta el otro extremo de la habitación, y entonces se dio cuenta que ya no respiraba.
Lena lo sacudió, desesperada.
—¡Despierta! ¡Geb, despierta!
Levantó la vista hacia Julius. Ya lo tenía otra vez encima. Volvió a aferrarse a Geb. Cerró las manos sobre sus ropas empapadas de sangre, mordió con fuerza el cuello de su camiseta, y gateando de espaldas reanudó el patético arrastre de vuelta a donde se encontraban antes, dejando un surco rojo por el suelo. Julius cambió de dirección para ir tras ellos. Marcus lo hizo a su vez, descargando otro puñetazo en la espalda de Julius. El traje azul de éste estaba ya destrozado, y la mayor parte de su espalda despellejada. Pero no había sangre. Bajo la piel de Julius solo había dos dedos de algo parecido a la carne, y bajo esta plástico blanco. Marcus le dio otro puñetazo y el plástico ya abollado por los golpes anteriores terminó cediendo. Una nube de chispas iluminó la sala y Julius cayó de bruces al suelo, con las piernas rígidas.
Marcus se inclinó sobre él y comenzó a machacarle rítmicamente la cabeza, alternando un puño y otro, hasta que rompió algo en el interior de ésta que dejó a Julius completamente inmóvil.
***
Lena lloraba sobre el cadáver de Geb cuando Venus se arrodilló a su lado, sonriéndole cándidamente. Lo poco que quedaba de su túnica había desaparecido con la carrera, pero se había colocado en la cabeza un ridículamente diminuto gorrito blanco con dos líneas rojas cruzadas.
Dejó en el suelo una pequeña caja llena de objetos extraños. Escogió uno, un fino cilindro de metal, y miró a Lena.
—Ahora, ama, la enfermera Venus va a cuidar de ti—dijo soltando una risita—. Necesito que vuelvas tu lindo rostro hacia mí, por favor.
—No… a él —suplicó Lena, aunque sin esperar verdaderamente que se pudiera hacer algo por salvarlo—. Cúralo a él, por favor.
Venus devolvió el instrumento a la caja y sacó otro. Un aparato negro, cuadrado. Ajustó varios diales que tenía en un lateral y una luz verde se encendió en su centro. Comenzó a mover el aparato en círculos sobre el costillar de Geb. La luz verde cubrió su pecho.
—¡No, por favor! —gimió Lena agarrando el brazo libre de Venus con ambas manos—. ¡No lo llenes de luces! ¡No lo llenes de luces, por favor! ¡Es todo lo que tengo!
Venus la miró sonriendo tontamente.
—No sé a qué te refieres, ama, pero no te preocupes. Se pondrá bien.
Cuando la luz verde se apagó, Geb ya respiraba. La parte de su costillar que le había quedado hundida volvía a estar en su sitio. Venus le dio la vuelta con cuidado dejándolo boca abajo. Cambió algo en los diales de la cajita y esta vez se encendió una luz azul en ella. La pasó a lo largo de la columna de Geb en un movimiento lento y repetitivo.
—¿Estás segura que esa luz no se meterá dentro de él como… como a…? —Lena señaló temblorosa a lo que quedaba de Julius, que seguía chisporroteando en el suelo. De su interior destrozado manaba un líquido transparente, oleoso.
Venus lanzó una alegre risita.
—¡Que graciosa eres! Claro que no, ama. Aunque cuando la unidad médica llegue, ellos considerarán la necesidad o no de un implante o prótesis artificial para que la recuperación del amo sea óptima. Pero si no la desean, calculo que el amo se recuperará de sus lesiones conservando cerca de un noventa y dos por ciento de su movilidad habitual, sin necesidad de implantes.
—Ah… vale —contestó Lena. No había entendido nada, pero sonaba bien. Sonaba a que Geb iba a sobrevivir sin convertirse en uno de aquellos monstruos.
Venus apagó la cajita negra. La dejó en su sitio y volvió a coger el instrumento alargado que había tomado en un principio. Una luz blanca se encendió en uno de sus extremos. La orientó hacia el rostro de Lena. Ésta se dejó hacer sin rechistar.
Notó calor en la cara. No el ardiente dolor que se había adueñado de su rostro desde que Julius la golpeara. Este era un calor bueno. El dolor remitió rápidamente, y a continuación bajó la hinchazón. Era agradable. Le estaban entrando ganas de dormir.
—Lo siento mucho ama, pero… —dijo Venus con un matiz de seriedad nuevo en ella—. Puedo recomponer la forma y el aspecto del ojo, pero será algo meramente estético. La lesión es muy extensa. No puedo devolverte la visión con el material que tengo aquí. Deberás acudir a un centro de clonación de tejidos. Estoy concertando una cita para ti y el amo con los centros adecuados más cercanos. A la espera de conexión.
—Gracias de todos modos —contestó Lena amodorrada—. ¿Crees que podrías?… ¿hacer algo con su mano y mi… mi nariz?
Venus sonrió.
—Claro que sí. Cuando termine de arreglarla, tu naricita estará tan linda como siempre, ama. Por cierto ¿Tomarás la cena aquí, en el salón o en el dormitorio?
***
A penas hacia cinco minutos que Geb había despertado cuando el anciano los encontró. Llevaba colgando del hombro una abultada bolsa de algún tipo de tejido plateado que parecía haber sido llenada de cosas a toda prisa y sin mucho orden.
Se quedó mirándolos, todavía sentados en el suelo en un rincón de la sala, con las espaldas contra el muro. Lena acababa de poner a Geb al corriente de todo lo que se había perdido durante su inconsciencia. Al menos, de toda la parte que ella misma había entendido.
El anciano dio un vistazo a la escena. Marcus y Sansón estaban de pie uno junto a cada puerta de la sala, sonriéndole al vacío. Venus estaba arrodillada junto a Lena, con las manos en el regazo sosteniendo su caja de instrumental médico. Julius, en medio de un pequeño charco de lubricante, había dejado de chisporrotear.
—Encontré el código verbal de desactivación —dijo agitando en el aire un pequeño rectángulo de plástico verde transparente con símbolos grabados—. Es como… unas palabras mágicas que hacen que se duerman al oírlas.
—¡Idiota! —gruño Lena.
El anciano se rio de buena gana.
—He estado anulando a los SEC de todo el complejo. Cinco, nada menos. Me faltaba uno, pero veo que ya lo habéis solucionado… a vuestro modo…
Miró con reproche al cuchillo de chapa que sobresalía medio fundido de la espalda de Julius.
—Te dije que no tocaras nada con esas cosas.
—Pero ¿tú sabes lo que son? —preguntó Geb con una voz cavernosa y pastosa casi irreconocible. Hablar hacía que las costillas recién reconstruidas le palpitasen.
El anciano dejó la bolsa de tela en el suelo. Varios objetos extraños se desparramaron. Se sentó con cuidado junto a Geb. Lanzó un largo suspiro antes de empezar.
—Este sitio es un hábitat. La gente vivía aquí. Antes. Hace mucho tiempo. No exactamente aquí, pero sí en lugares muy parecidos a este. Al inicio de la guerra… quiero decir, antes que la gente que vosotros conocéis como Los Señores de los Átomos destruyeran su antiguo mundo, las personas más… importantes, las que se lo podían permitir, se trasladaron a lugares como estos, por precaución.
Hizo una pausa, pensando en cómo explicarlo con palabras que ellos entendieran.
—Estos… seres, estaban aquí para alimentarlos. Para cuidarlos, para… entretenerlos en espera que todo se arreglara, pero ya nunca se arregló.
Lena señaló a Marcus y luego a Julius.
—Estos hombres eran los… ¿sirvientes de los Señores de los Átomos?
El anciano se rascó la cabeza.
—¿Sirvientes? No, no llegaban a eso. Eran más bien una especie de juguetes.
Lena giró la cabeza para mirar a Venus. Ésta le sonrió.
—¿Juguetes?
—Sí… algo así. Juguetes muy avanzados con… todo tipo de funciones. Pero estos han pasado mucho tiempo aletargados, sin mantenimiento. Ya están empezando a funcionar mal. Esperaban las instrucciones de un hombre y una mujer a los que servían y al aparecer vosotros dos, os confundieron con ellos. La programación de los SEC es mucho mas estricta en ese sentido, claro... pero sus auténticos amos murieron hace mucho. Encontré sus cadáveres en un dormitorio.
Geb asintió. Debían ser los dos esqueletos cubiertos de polvo que había visto sobre una cama.
—¿Por qué sabes todo esto? —preguntó Geb—.¿Por qué sabes… despertar las luces y supiste abrir la puerta de la cueva?
El anciano suspiró de nuevo. Ahora venia la parte difícil.
—Yo fui uno de ellos.
Un temor reverencial hizo que Geb y Lena se apretaran uno contra otro.
—Tú eres un… ¿Señor de los Átomos?
El anciano se rio otra vez.
—No, no… yo… yo era poco más que un crio. Debía tener unos catorce años cuanto todo esto comenzó. Mis padres me llevaron a un hábitat similar a éste. Vivimos allí una temporada. Me decían que todo estaba bien, que no pasaba nada. Que era como unas vacaciones. Pero yo sabía que la situación había empeorado mucho, que estábamos al mismo borde de una guerra. Un día… me dijeron llorando que todo había acabado, que me iban a poner a dormir por un tiempo. Y dormí. Dormí, mientras mis padres lo apagaban todo excepto mi cámara de soporte. Dormí durante siglos, todo el tiempo que mi hábitat fue capaz de mantenerme en letargo, consumiendo la energía de reserva que le quedaba y alimentándome por medio de tubos. Y cuando no pudo hacerme dormir más, ni alimentarme… cuando el hábitat decidió que ya no podía mantenerme con vida, me despertó y me abrió las puertas para que saliera.
Lena y Geb se miraron estremecidos. ¿Estaría diciendo la verdad? Ya habían oído antes que los Señores de los Átomos podían dormir durante generaciones enteras, sin apenas envejecer en todo ese tiempo.
—Me fui a dormir en un mundo de mares y árboles —gimió el anciano cubriéndose el rostro con sus manos esqueléticas, comenzando a llorar silenciosamente—. Y me desperté en un desierto de cenizas.
Lena y Geb dejaron que llorara. No duró mucho. Se enjuagó las lágrimas con los dedos y continuó:
—Me durmieron con catorce años, y desperté con ochenta, más de un milenio después. Ellos querían que durmiera hasta despertar en un mundo como el que dejé atrás. Mi hermoso mundo de mares y árboles… pero eso ya nunca volverá.
Lena se removió conmocionada. Miró a Marcus, y luego a Venus.
—Pero… ¿Por qué cambiaron el mundo los Señores de los Átomos? ¿No les gustaba como era antes?
—Por… —el anciano hizo una pausa para pensarlo—. Porque se aburrieron de él. Porque cuando nacieron ya tenían los árboles y los mares. Nacieron rodeados de animales, luz, agua, comida y juguetes, y como tener todo eso les parecía normal… como tener todo aquello a su alrededor dejó de maravillarles, se aburrieron. Y al aburrirse, buscaron otras cosas de las que preocuparse. Cosas… absurdas. Se inventaron todo tipo de motivos para pelear entre ellos sin necesidad. Y pelearon hasta que se enfurecieron tanto que su ira arrasó el mundo y solo dejó el desierto gris tras ella.
—Pero… —Lena estaba asistiendo atónita al desmoronamiento de la protoreligión en la que había creído a lo largo de su vida.
—…pero a mí siempre me dijeron …es decir, yo siempre pensé… que los Señores de los Átomos fueron grandes sabios todopoderosos.
—Ah, sí… —el anciano sonrió con amargura—. Sí, quizá ese fue el problema. Que ellos también pensaban que lo eran.
Lena se abrazó a Geb y éste le devolvió el abrazo. Tenían la mirada perdida. Estaban tratando de digerir todo lo que les había contado.
El anciano decidió no contarles el resto. Si ya les estaba costando asimilar eso ¿para qué contar más? ¿De qué serviría decirles que las cenizas que formaban aquel desierto sin fin que cubría el mundo era todo lo que quedaba de los miles de millones de personas que la estupidez de sus gobernantes había aniquilado? ¿Qué ganaban con saber que la ceniza que a diario se introducía entre sus ropas y les empañaba los ojos, que les hacía arder los pulmones cuando la respiraban y que tragaban junto a la comida cuando masticaban, eran los restos desintegrados de los humanos, plantas y animales de aquel mundo que aburrió a los que creían ser sus dueños? El planeta no tenía ninguna posibilidad de recuperarse del daño que se le había hecho, y que dos personas más o menos fueran conscientes de ello no iba a cambiar las cosas.
***
Al pie de la rampa, los tres miraron hacia arriba. El rugir del viento resonaba dentro del domo.
—Todavía dura la tormenta. Podríamos esperar a que amainara un poco… —dijo el anciano.
—Nosotros nos vamos ya —contestó Lena.
Geb se sacó de entre las ropas las cinco herramientas que había recogido y las tiró una tras otra al suelo. No quería llevarse nada de aquel lugar. Buscaría en cualquier otro lado la chatarra y los medios para hacerse otro trineo.
Todavía se sentía débil. Quizá sus costillas y su columna se habían curado mágicamente, pero nada le había repuesto toda la sangre perdida. Se volvió hacia Lena y le cubrió con la mano el ojo derecho. El ojo izquierdo parecía completamente normal.
—¿Ves algo? —su voz ya comenzaba a sonar como siempre.
—Con este, nada en absoluto —dijo ella con su ojo izquierdo totalmente abierto, mirando al frente—. Pero me apañaré bien, tranquilo.
Geb le sonrió, bajando el brazo. Un agradable escalofrío recorrió la espalda de Lena al verlo sonreír. Se tomaron de la mano. Hacía mucho tiempo que no se sentían así.
Subieron por la rampa y el anciano fue tras ellos cargando con su bolsa de tesoros. Se había planteado el quedarse allí. El hábitat todavía tenía energía para funcionar durante quizá un par de años. Pero no podía hacerlo. Era viejo. Al menos, su cuerpo lo era. Y si ya le costaba volver a enfrentarse a la ceniza ahora, tras dos años viviendo allí le resultaría imposible.
Además, no quería quedarse realmente solo.
Salieron a la ceniza. El desierto les recibió rugiendo y azotándoles el rostro con su arena gris, como si quisiera recordarles quien mandaba allí. Vagaron con los ojos cerrados, agarrados unos a otros mientras el viento los zarandeaba. Agudizaron el oído, ya que la vista no les servía para nada. Uno de ellos creyó oír algo entre el fragor de la tormenta y tiró insistentemente de los demás. Un aullido. El aullido de un lobo que les guiaba como la luz de un faro hacia algún lugar al que agarrarse. Habían vuelto al mundo real.
***
La ceniza invadía el domo. La puerta hidráulica estaba ya totalmente cubierta. El viento vertía el polvo gris lentamente por la rampa como una cascada.
Mirando sonriente la abertura desde el pasillo de abajo, Venus esperaba. La ceniza que bajaba por la rampa estaba empezando a cubrir sus pies descalzos. Sobre su cabeza, manteniéndose en un increíble equilibrio, llevaba todavía el absurdo gorrito de enfermera.
Sostenía en sus manos una bandeja plateada llena de recipientes de plástico con comida ya fría.
Esperó. La ceniza le cubrió los tobillos.
El viento le trajo un lejano coro de sonidos animales y voces humanas mezclados con el rugido rasposo de la ceniza.
Venus creyó reconocer una de las voces.
—¿Ama?
Esperó. No obtuvo respuesta.
Sonrió. Y siguió esperando.
La ceniza empezó a cubrir sus rodillas.